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El joven abogado tenía poco tiempo litigando. Puso un despacho cuyo escritorio rápidamente llenó de expedientes. Joven, bien parecido, de familia honesta. Era hijo único. Su padre era un abogado de mucho prestigio que se había dedicado a la docencia, también limpio y de buenos principios. Ambos eran inteligentes y estudiosos de las leyes.

Esa mañana entraron por la puerta de la oficina dos hombres que apenas le sonrieron. Le preguntaron si él era el abogado. Aventaron al escritorio un sobre con treinta billetes de mil y le dijeron que tomara un caso: sacar de la cárcel a un joven que había sido detenido por el Ejército. Él les dijo que estaba bien y que pronto les llamaría.

Rayó en su piel tres surcos entre sus cejas y los miró alejarse. Algo no le gustó. Checó el expediente, tomó el celular e indagó. No encontró nada bueno. Le contó a su padre. Seguramente él, pensó, con su sapiencia, va a aconsejarme. Tragó saliva y le supo amarga. Cuando llegó a su casa el pollo estaba servido. Vino tinto, tortillas calientitas, algo de pan y manteles bajo los tres platos.

Terminaron de comer y charlar alrededor de la mesa. Padre, le dijo sin que su madre lo oyera, quiero hablar contigo. Se separaron y fueron hacia la sala, mientras degustaban el vino. Cuando terminó de contarle, el viejo abogado hizo un gesto con su boca. Creo que debes excusarte. Diles que no puedes, que no le entras a casos penales o cualquier cosa. Pero te aconsejo que les regreses el expediente y los billetes.

Al día siguiente llamó a esos dos y cuando los tuvo enfrente, sin siquiera separarse de su escritorio, les dio la noticia. Uno de ellos lo miró fijamente. El otro tomó el dinero y los papeles. El que le clavaba los ojos, le anunció: te vas a arrepentir. Él sonrió como maniquí. Aquellos salieron sin voltear y estrellaron la puerta. Voy a tomar unos días, a descansar, pensó. Sintió su pecho aprisionado, sus manos de papel, sus piernas flacas.

Es cumple de mi amá, le dijo a su padre cuando llegó a casa. Vámonos, hay que invitarla a cenar. Estás seguro, preguntó él. Claro. Subieron y avanzaron por el ancho bulevar. Vio por el retrovisor que una camioneta lo seguía. Cambió de carril pensando que lo querían rebasar, pero los de la camioneta hicieron lo mismo. Dio una vuelta y luego otra, y el vehículo seguía ahí, pegado.

Hizo una seña a su padre y él y ella terminaron hechos bola en el piso del automóvil. Los de la Tacoma se emparejaron y desde sus ventanas escupieron plomo incendiado. Terminó chocando contra una barda. Volteó a ver a su madre, intacta. Su padre con un rozón en el hombro. Llegaron los paramédicos y vio entonces su ropa. Sangre. Ocho disparos. Cuando lo subían a la ambulancia, murió.

Columna publicada el 28 de julio de 2019 en la edición 861 del semanario Ríodoce.