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Javier Valdez/Cortesía: Río Doce.

El hombre aquel, joven y guapo, llegó al restaurante y entró al privado, donde ya lo esperaban. Saludó, habló sobre el motivo de su tardanza y enchuecó la boca cuando vio al mesero que los atendía.

Lo miró fijamente y le dijo, Quiero que nos atienda Esmeralda. El mesero se le quedó viendo, incrédulo y sorprendido. Y aquel hombre repitió, Quiero a Esmeralda. Y agregó un, ¿Quedó claro? Sacó una pistola escuadra cuarenta y cinco y la puso sobre la mesa, golpeándola.

Esmeralda estaba ahí, asignada a un grupo de mesas que ella misma había pedido. Era alta, plantosona, caderas de mapamundi, blanca, de unos dieciocho años y bonita. El hombre aquel, un joven apuesto, moreno, colombiano, la pretendía.

Iba de vez en vez, más seguido de lo que ella hubiera deseado. Iba con otros, todos jefes de la maña, a comer ahí, y tratar asuntos de negocios. También compraban comida para llevar. Pedían varias órdenes, bien empaquetadas. La llevaban en avión a no se sabe qué lugar.

Y él ahí, lelo, gustoso de esa chapsuy, contento por los camarones tamaño prehistórico que encontraba en el chaomín, y festivo por verla, que lo atendiera. Tenerla cerca.

Al oído le dijo muchas cosas, piropos. Pero se espantó cuando aquel hombre le ofertó, Vente conmigo, vámonos juntos.

Ella se sintió petrificada. Junto a él, ella de pie, él sentado, con ese grupo de matones a sueldo y capos, no pudo más que contestarle que cómo se le ocurría, si ella era una mujer decente, casada y con hijos.

El sudamericano se puso de pie sin dejar de mirarla a los ojos. Parados, muy cerca uno del otro, atrapada ella entre el meserío y las sillas y ese hombre que se le echaba encima, inundado de hormonas, le dijo, No me importa, te mantengo a ti, a él y a los niños.

El hombre era bueno con ella. No solo no la trataba mal, a pesar de sus invitaciones concupiscentes, sino que le dejaba doscientos, trescientos y hasta quinientos pesos de propina.

Le daba miedo, sí, porque llegaba y aquello se convertía en una jauría de tensión, miradas de desconfianza, hombres desconocidos y armados que entraban y salían, y pelos de punta porque aunque la comida siempre sabía rico, no podían descuidarse en la que servían y en la que empaquetaban para llevar.

Días antes ella se lo dijo al jefe de meseros y luego ambos hablaron con el administrador del restaurante. Los tres convinieron que no era prudente que ella siguiera atendiendo al hombre aquel, así que la cambiaron de sector.

Pero contuvo de nuevo el aire y apretó los músculos cuando aquel puso la pistola en la mesa y exigió que fuera ella quien los atendiera de vuelta. Con los ojos y las cejas, desde lejos, el gerente le hizo señas que obedeciera.

Ella temerosa, incómoda ante la posibilidad de que el colombiano insistiera en su oferta, tomó la orden y él la pistola para guardarla. Les llevó los platillos y minutos después la cuenta. Pagó y le dejó un billete de quinientos.

Se despidió de ella. Había en su mirada intentos por ir más allá, quizá abrazarla, besarla, llevarla con él. Salió el grupo y él con ellos. Ella, por educación, los acompañó a la puerta a despedirlos.

Volvió al privado, recogió platos y cubiertos, limpió el rincón. Y al otro día ya no se presentó.

Artículo publicado el 26 de marzo de 2023 en la edición 1052 del semanario Ríodoce.