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Diagonal.- A finales de julio las tropas leales a Bachar al-Assad, apoyadas desde el aire por la aviación rusa, consiguieron cortar la única ruta de suministros que abastecía a la zona este de Alepo, controlada desde el inicio de la guerra por un conglomerado de milicias rebeldes.

Steffan de Mistura, aristócrata italiano y enviado especial de Naciones Unidas para Siria, cifraba a finales de septiembre en 275.000 el número aproximado de personas que sobrevive en un área totalmente cercada, sin víveres y sometida a un bombardeo incesante.

A mediados de agosto, una amalgama de grupos rebeldes, liderados en el terreno por combatientes adscritos a organizaciones islamistas y yihadistas, intentaba romper el bloqueo desde el sur.

Aquella campaña militar apenas dejó unas instantá­neas propagandísticas: varios camiones repletos de verdura que llegaban a un Alepo agonizante. Una semana después, Assad y sus aliados recuperaban el terreno perdido, restablecían el sitio de Alepo y la coalición rebelde contaba por cientos los combatientes muertos que quedaban atrás en una operación militar frustrada.

Campaña de bombardeos

Desde finales de septiembre la ya de por sí complicada situación del bando rebelde no ha hecho sino complicarse aún más en Alepo.

El Ejército regular sirio –apoyado sobre el terreno por Hezbolá, milicias iraquíes de confesión chií e incluso por grupos de combatientes palestinos– se ha hecho con el control de toda el área norte de Alepo, una zona de carácter eminentemente agrícola e industrial.

Y mientras eso sucedía, la campaña de bombardeos liderada por aviones rusos ha recrudecido su virulencia en las zonas urbanas y más densamente pobladas que aún controla el bando rebelde. Los hospitales e incluso los convoyes de ayuda humanitaria se han convertido en blanco para las bombas, y algunos informes señalan la muerte diaria de decenas, cuando no cientos, de civiles.

Durante los últimos días, los avances terrestres del bando assadista han llegado ya a las zonas urbanas y más densamente pobladas del Alepo rebelde, presagiando un horror aún mayor.

Lo que sucede en Alepo, no obstante, no difiere mucho de lo que se está produciendo en el resto de Siria. Assad y sus aliados, que hace año y medio vivían una situación desesperada, han conseguido avanzar en casi todos los frentes: norte de Hama, Goutha oriental, suburbios de Damasco, Yarmouk.

Por el contrario, la capacidad de resistencia de las milicias rebeldes comienza a ser tan cuestionable que la posibilidad de un desmoronamiento total no es ya descabellada. Ni siquiera en Idlib, la provincia en la que los rebeldes ensayan el embrión de un hipotético Estado, reina la tranquilidad, pues las tensiones internas entre facciones han estallado ya en sangrientos enfrentamientos. Los choques armados han involucrado a Ahrar al Sham, próxima a los Hermanos Musulmanes, y Jund al Aqsa, un grupo reducido de combatientes bien adiestrados con un fanatismo sólo comparable al de Daesh.

Los únicos avances rebeldes se han producido en la franja norte de Siria. Brigadas como la Sultan Murad (de corte islamista e integrada fundamentalmente por turcomanos) han conseguido arrebatar terreno al autoproclamado Estado Islámico gracias a la implicación directa de Turquía, que se ha atrevido a desplegar tanques y tropas en suelo sirio.

Los planes de Erdogan, el principal valedor del bando rebelde durante toda la guerra, parecen haber cambiado súbitamente tras el golpe (contragolpe o autogolpe) de Estado del pasado julio. La estrategia turca no pasa ya necesariamente por derrocar al régimen de Assad, sino que centra sus esfuerzos en crear una zona buffer que aísle los avances kurdos en el norte de Siria e Iraq de las zonas de mayoría kurda del sudeste de Turquía.

Mientras, Estados Unidos, en medio de un proceso electoral que podría alterar súbitamente su política internacional, vive la nueva situación como si de un trastorno bipolar se tratara: sus dos teóricos aliados, el Ejército Libre de Siria y las Fuerzas Democráticas Sirias, compiten cuando no se enfrentan directamente por arrebatar terreno al Daesh en el norte del país. Rusia, por el contrario, tiene las cosas más claras y la Duma ha aprobado ya la presencia permanente de tropas rusas en las bases de Latakia, el bastión de Assad en la costa mediterránea.

Alepo, mientras tanto, es ya la metáfora perfecta del sinsentido de la guerra. Entre los escombros de una ciudad antaño pujante, más de un cuarto de millón de personas buscan un refugio ante los bombardeos y el hambre. Los rebeldes saben que su ciudad caerá, quizás en cuestión de semanas. Lo que ahora se decide es si es posible o no algún tipo de acuerdo que, permitiendo la retirada a Idlib de estos combatientes, alivie el sufrimiento de una población civil ya exhausta.

Entre bambalinas tienen lugar conversaciones que implican tanto a las potencias extranjeras involucradas en el conflicto como a los diferentes bandos contendientes sobre el terreno. Sin embargo, la prevalencia de los intereses geopolíticos de los unos y el fanatismo de los otros hacen difícil pensar que en Alepo, como en Siria, pueda alcanzarse una solución negociada que ponga fin a la guerra. Mientras tanto, en todo el país se siguen improvisando cementerios donde el futuro y la esperanza para Siria quedan definitivamente sepultados.