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Río Doce/Miguel Ángel Vega

Badiraguato, Sinaloa.— Justo cuatro días antes de la captura de Joaquín el Chapo Guzmán, Consuelo Loera Pérez, madre del capo, había enfrentado a los Marinos para exigirles que le devolvieran un rancho asegurado por las autoridades, junto con cientos de cabezas de ganado, pero también para aclararles que estaría duro que atraparan a su hijo.

Entonces la señora confiaba en que, al menos en el futuro inmediato, a su hijo no lo tocarían.

“Si está libre, es porque Dios acomodó todas las condiciones para que se escapara, y por eso anda libre, porque mi Dios así lo quiere”, dijo entonces doña Consuelo, durante una visita que hizo Ríodoce a su casa de La Tuna.

El arresto entonces se antojaba lejano, porque para la gente de Badiraguato el Chapo, más que un capo era una leyenda, como lo era también para los Marinos que se dirigían a doña Consuelo como “la madre de una leyenda”.

Todo había iniciado desde el lunes 4 de enero. Doña Consuelo estaba molesta porque desde el pasado 10 de diciembre, el gobierno le había asegurado su rancho “La lagunita”.

Durante tres semanas, la señora Loera esperó a que le desalojaran su propiedad, hasta que ya no quiso esperar y, armándose de un valor inusitado, hizo algo que nadie en la sierra se habría atrevido a hacer: enfrentar a los Marinos.

“Es que me tomaron el rancho oiga, y no sé por qué razón. Y con todo mi ganado ahí, sin comer y sin beber; Dios guarde, se me muere algún animalito y quién responde por eso”, argumentaba entonces doña Consuelo.

Un día antes, el domingo 3 de enero, la señora Loera dijo a su gente que iría a reclamar a los Marinos la invasión, y fue entonces que tanto trabajadores como familiares, intentaron disuadirla, pues temían que fueran a agredirla.

“Pues ya estaría de Dios”, les repetía doña Consuelo, “pero no les durará mucho el gusto, pues con un gaznatazo tengo pa’que acaben conmigo”.

Fue así que ese lunes, en punto de las 11 de la mañana, doña Consuelo se subió a su camioneta y ordenó que la llevaran a su rancho, cerca de Bacacoragua, para pedir a los Marinos “de buena manera”, que desalojaran su propiedad, la cual no tenía nada qué ver con las actividades de su hijo el Chapo, sino que era una herencia de sus padres.

En el pueblo al enterarse de aquella visita, asumieron la decisión con humor, y otros con preocupación; lo cierto es que para cuando doña Consuelo emprendió camino, seis camionetas con al menos 70 pobladores de La Tuna, Huixiopa, el Barranco, Arroyo Seco y La Palma, se habían solidarizado con ella y, acarreados o no, la acompañaron.

Contrario a su hijo, doña Consuelo no iría armada a enfrentar a los Marinos, sólo llevaría su biblia, la misma que dice haber leído al menos en cuatro ocasiones, y de la cual es capaz de recitar pasajes de memoria.

Los sierreños, hombres, mujeres y niños, dudaban por su parte que esas cavilaciones divinas funcionaran con los Marinos, que tenían fama de violentos y estaban armados hasta los dientes, pero a esas alturas sólo restaba esperar que nada malo ocurriera.

Los lunes ni las gallinas ponen

Cuando doña Consuelo Loera y su gente estaban como a 100 metros de arribar al rancho, los Marinos se pusieron en guardia, apretaron sus armas, y de un grito ordenaron a los conductores de las seis camionetas que no ya avanzaran, de lo contrario dispararían.

Doña Consuelo apretó su biblia, y los conductores de las camionetas detuvieron la marcha de los vehículos en seco. Por un momento los sierreños dudaron, y temieron por sus vidas, y todos se parapetaron en las cajas de las camionetas doble rodado en donde iban.

A lo lejos, los Marinos corrían de un lado a otro para instalarse en puntos estratégicos al tiempo que preparaban sus armas, pues a simple vista desconocían a qué se enfrentaban. Apenas una semana antes, les habían matado a dos compañeros en Angostura, y la nueva orden era ya no confiarse.

Doña Consuelo bajó entonces de su vehículo, y ello animó al resto de los acompañantes que, precavidos, también bajaron. Fue cuando se escuchó la voz de un Marino que, a lo lejos, pedía que un civil se acercara al rancho “despacio, con las manos arriba, y la cintura descubierta”, por aquello que pudiera estar armado.

Los sierreños se miraron unos a otros mientras murmuraban quién sería el valiente que iría a hablar con los uniformados, pero nadie parecía animarse.

Fue en ese momento que doña Consuelo dio un paso al frente.

Para que la cuña apriete…

La señora Loera se abalanzó hacia la entrada de su rancho, y con pasos lentos pero firmes caminó cuesta abajo, mientras más de veinte elementos de la Armada de México la observaban confundidos, incapaces de apuntar sus armas hacia ella.

Despacio y apoyándose en una de sus empleadas, doña Consuelo se detuvo a poco más de 20 metros de la entrada, mirando de reojo a los Marinos que no se atrevían a hacer preguntas ni a dar órdenes; era evidente que muchos sabían a quien tenían enfrente.

Un marino alto, de algunos 45 años, vestido con uniforme verde camuflado, y con chaleco negro antibalas, salió de la casa del rancho, y fue al encuentro. Iba escoltado por otros tres Marinos que portaban fusiles de alto poder, y que discretamente miraban a doña Consuelo.

“Vengo a que me diga, porqué tomaron mi rancho”, disparó la mujer a quemarropa.

El Marino preguntó entonces que con quién estaba tratando: “Mi nombre es Consuelo Loera Pérez”, respondió ella.

El Marino agachó entonces la mirada, y apaciguando el tono en su voz dijo que era para él “un honor conocer finalmente a la madre de una leyenda”.

“No todo el tiempo se tiene este honor”, insistió.

De la manera más clara, el marino trató de explicar que ellos fueron asignados por la PGR para asegurar el rancho debido a que encontraron drogas y armas en él, y que no dependía de ellos partir, sino que debían recibir la orden desde arriba.

“Yo, señora, soy sólo un empleado. Yo, como sus trabajadores, recibo órdenes. Pero si usted quiere recuperar su rancho, vaya a la PGR para que inicie el procedimiento legal, y así usted recupere su propiedad”, explicaba el Marino.

Doña Consuelo agradeció la honestidad al marino, aunque ella no habría venido de tan lejos para escuchar una retórica que posiblemente ya esperaba, así que utilizando su última carta dijo al marino que le preocupaban “sus animalitos” que andaban regados entre barrancas y cerros en los alrededores del rancho, “sin comer, ni beber”.

“¡Lléveselos señora, son suyos!”, recomendó el Marino.

A doña Consuelo no le hicieron dos veces la propuesta, sino que volvió a agradecer al marino su gentileza, y dijo que mandaría unos vaqueros para que recogieran y llevaran el ganado para su rancho en La Tuna, aunque pidió que no se los fueran a golpear, “porque si vienen por mis vacas, es porque yo los mando, no por otra cosa”, explicó la señora Loera mientras se frotaba las manos.

Por lo pronto, añadió, quisiera llevarme esos puerquitos que andan por ahí regados, sugirió la señora.

“¡Por favor, lléveselos!”, exclamó el marino.

La mujer mandó llamar a dos de sus trabajadores para que agarraran a dos puercos grandes, y cuatro crías que andaban ahí cerca, pero como los sierreños no podían alcanzar a los puerquitos, fueron asistidos por los Marinos, que entrenados en tácticas militares, armaron cercos de seguridad para cazar a los animales, que resultaron demasiado escurridizos, incluso para los Marinos, que haciendo las armas de lado, duraron como 20 minutos para cazarlos.

Ya para despedirse, doña Consuelo invitó al marino a que, cuando tuviera tiempo, pasara a su casa a comer enchiladas, las cuales serían preparadas especialmente para él, a lo que el marino aceptó de inmediato.

Todavía reviró: “Ojalá me permitiera ver a su hijo, aunque sea de lejos, para al menos presumir que ya vi a una leyenda”.

-Ni siquiera lo veo yo oiga, menos lo va a ver usted.

Viernes negro

El viernes pasado amaneció el ambiente impregnado de la noticia sobre el arresto del Chapo.

Varios de los campesinos que acompañaron a doña Consuelo a recuperar sus animales, apenas si lo podían creer.

—Y doña Consuelo, ¿cómo está?, se le preguntó a una persona cercana a la familia.

—Pues triste oiga. Cómo más puede estar. Es su hijo”.

Pero en alguna entrevista hecha por este reportero, Doña Consuelo alguna vez dijo que, más que la figura que manejaban los medios, y el hombre tan señalado por los gobiernos de México y Estados Unidos, el Chapo era su hijo. Y sólo por eso, en su corazón deseaba que no lo agarraran. El amor de madre, dijo entonces, se impone.