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Río Doce.- Desde el 26 de septiembre de 2014 el gobierno de Enrique Peña Nieto puso todos sus esfuerzos en esconder los hechos que ocurrían en Iguala, Guerrero, cuando fueron atacados más de 100 estudiantes de la escuela normal rural Isidro Burgos en los que tres fueron asesinados, 10 resultaron heridos y 43 desaparecidos.

Durante casi un año, con una perversidad inaudita, premeditación, alevosía y ventaja, el gobierno federal y el gobierno de Guerrero han jugado con los hoyos negros que ellos mismos crearon esa noche para hacer creer a los padres de esos estudiantes y a la sociedad en general una historia muy distinta a la que realmente ocurrió.

La PGR ha dicho que el ataque fue ordenado por el alcalde perredista de Iguala José Luis Abarca porque los estudiantes iban a sabotear esa noche el informe de su esposa María de los Ángeles Pineda Villa, presidenta del DIF municipal. En esa versión, el Abarca, a quien acusa la PGR de estar involucrado con un supuesto grupo criminal llamado Guerreros Unidos, ordenó a la policía municipal detener a los estudiantes.

Según la versión oficial, los estudiantes fueron llevados en patrullas de la policía municipal a la base de dicha corporación y después en las mismas patrullas habrían transportado a los 43 estudiantes desaparecidos a un paraje llamado Loma de Coyote y ahí los entregaron a Felipe Rodríguez alias el Cepillo y a Patricio Reyes Landa alias el Pato, quienes habrían matado a los estudiantes y quemado en el basurero de Cocula desde la media noche hasta el amanecer.

Hasta ahora esa es la historia que el gobierno logró contar a través de medios de comunicación nacionales e internacionales. Pero ya no podrán contarla más.

Durante diez meses, con el apoyo del Programa de Periodismo de Investigación de la Universidad de California, en Berkeley, he investigado junto con mi colega Steve Fisher el ataque contra los estudiantes. Desde hace diez años he investigado desde adentro la forma de operar de los cárteles de la droga en México; desde un principio la historia contada por el gobierno sonó absurda y por eso decidí investigar.

He dedicado cientos de horas en leer los tomos de los expedientes de las averiguaciones previas abiertas por la Procuraduría General de Justicia de Guerrero y por la PGR. Con una estrategia logré tener acceso a la matriz del caso penal: miles de fojas con declaraciones ministeriales de las víctimas, testigos y supuestos victimarios. He ido decenas de veces a esa ciudad ubicada apenas a tres horas de distancia de la ciudad de México y ahí he obtenido videos, fotografías y testimonios de la brutal cacería contra los estudiantes.

De aquí al 20 de septiembre, en esta columna y en reportajes que serán publicados en la revista Proceso, hablaré de lo que he encontrado.

Luego de una larga batalla legal tuve acceso a 36 declaraciones ministeriales rendidas ante la PGR en diciembre pasado por efectivos del 27 Batallón de Infantería ubicado en Iguala Guerrero. Contrario a lo que ha dicho el gobierno de Peña Nieto y la SEDENA, los militares sí actuaron esa noche de perros y estuvieron en todos los lugares donde ocurrieron los ataques y la desaparición de los estudiantes.

Sus declaraciones ministeriales ni siquiera coinciden con los partes militares enviados por el 27 Batallón a la 35 Zona Militar ubicada en Chilpancingo.

El comandante del batallón, el coronel José Rodríguez Pérez, quien súbitamente fue removido de su cargo en julio pasado, reconoció que estuvieron monitoreando a los estudiantes desde por lo menos las siete y media de la noche ese 26 de septiembre y que sí tuvo información en tiempo real de cada uno de los eventos que ocurrieron incluyendo los ataques a los estudiantes.

Un comandante confesó que estuvo presente cuando uno de los camiones en los que viajaban los estudiantes fue agredido frente al Palacio de Justicia ubicado en la carretera de Iguala a Chilpancingo, supuestamente por la policía municipal, e incluso tomó fotografías de esa agresión.

El grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos denunció hace unas semanas que las cámaras de vigilancia del Palacio de Justicia grabaron ese ataque contra los estudiantes, pero que las imágenes desaparecieron.

Los miembros del 27 Batallón confesaron que esa noche, para atender la “emergencia”, salieron dos escuadrones en cuatro vehículos militares, uno de ellos una tanqueta blindada y artillada. Todos iban armados con el rifle de asalto G3 y con la instrucción de que había gente armada en las calles y debían de actuar. Los dos escuadrones estaban en las calles de Iguala cuando la peor parte de la noche ocurrió.

La Procuraduría General de Justicia de Guerrero encontró decenas de casquillos calibre 7.62, el mismo calibre del G3 que esa noche portaban los militares en la calle Juan N. Álvarez donde resultaron diez estudiantes heridos, 2 muertos y varios desaparecidos. También los encontró en la escena del ataque contra el equipo de futbol Avispones, cuyo camión fue rafagueado en la carretera hacia Chilpancingo.

Esos casquillos no son de las armas usadas por los policías municipales ni de Iguala ni de Cocula. Esos policías portaban un rifle de asalto G36 cuyo calibre es 5.56. En las escenas de los crímenes también se encontraron casquillos de ese calibre.

La PGJG nunca hizo peritajes a las armas del Ejército, tampoco pudo inspeccionar el 27 Batallón de Infantería en su totalidad. El 28 de septiembre cuando se presentó ahí un grupo de peritos, Pérez Rodríguez solo les mostró una pequeña bodega donde supuestamente tenían droga asegurada, pero por “razones de seguridad nacional” no les dio acceso al resto del batallón y dijo que para eso debían pedir permiso a sus mandos superiores.

Los militares confesaron que esa noche vieron a Daniel Solís y a Julio Cesar Ramírez tirados sobre el pavimento en la calle Juan N. Álvarez mojándose bajo la intensa lluvia. Para ellos no hubo ni un momento de misericordia. Dicen que no se pararon a auxiliarlos y que siguieron su camino hacia el hospital Cristina ubicado en esa misma calle, donde se refugiaban otros estudiantes.

Testigos afirman que los militares no solo no ayudaron a los estudiantes sino que los patearon en el suelo.

Casi con remordimiento, uno de los militares interrogados por la PGR dijo: “… una de las reglas en el Ejército es que las órdenes se acatan, no se discuten ni se interrogan”.

En junio de 2014, el Ejército masacró a 21 personas en Tlatlaya, Estado de México, y durante meses intentaron ocultarlo tejiendo una red de mentiras. Durante diez meses ha intentado esconder a toda costa su participación en las horas clave cuando unos estudiantes fueron asesinados y otros desaparecidos.

Los padres de los normalistas asesinados, heridos y desaparecidos esa noche, y toda la sociedad, merecemos la verdad y justicia. El presidente de Guatemala Otto Pérez Molina tuvo que renunciar a su cargo por un escándalo de corrupción y está siendo enjuiciado. Después de tener con absoluta claridad el engaño del gobierno de Peña Nieto ¿Qué va a pasar? Eso depende de la sociedad mexicana, de nadie más.