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Tenían cuatro toneladas de mota en la cochera, en la que bien podían estacionarse cuatro vehículos. Una noche antes, mientras descargaban la yerba, un boludo rondó la zona y se mantuvo fijo sobre el camión de carga. Ellos, sorprendidos en la maroma pero ágiles, brincaron y se metieron bajo el tráiler. La fuerte luz lanzada desde el helicóptero parecía traspasar la caja del camión.

Ahí se mantuvo dos minutos: litros de sudor, kilos de esfínteres apretados, ojos saltados que abarbaban media cara y manos paralizadas. Hasta que el boludo se fue. Terminaron de descargar y se fueron a dormir, luego de una sobredosis de güisqui y dos churros colectivos. Bajar la adrenalina, descansar. Al día siguiente habría que repartir la carga y hacer cuentas.

De mañana, avisaron que todo estaba bien. Salieron a dar unas vueltas y de regreso fueron a echar gasolina. Platicaban, festejaban, se les hacía agua la boca de imaginar tantas ganancias. Pero olvidaron pagar el combustible. La dueña los reportó y como ya los traían cortitos, llegando a la casa les cayeron los policías antidrogas. Las tres letras grandes, amarillas, sobresalían en sus chaquetas. Traían escopetas, las manos en las cachas y la insignia a la mano.

Le preguntaron al que manejaba de quién era la casa y contestó que él era el dueño. También del carro. Les pidieron identificaciones. Los esculcaron a ellos y al carro. Nada. Desde dentro, por una minúscula mirilla, un vigilante observaba, sudoroso y con sobresaltos de ave nerviosa.

Los agentes les dijeron que como no habían pagado, los habían seguido. Les dijeron que debían regresar a pagar y a disculparse con la dueña. No llevaban orden de cateo, pero igual el dueño no los dejó ni asomarse. Conocía sus derechos y mostró un temple que él mismo no conocía. Ya en la gasolinera, el jefe de los uniformados les explicó que debían escribir en una hoja blanca, a mano, que los perdonaran y que jamás iba a suceder. La dueña los miraba como mira Dios cuando está molesto: cruzó los brazos sobre sus pechos y pintó una raya horizontal que sustituyó sus labios.

Firmada por los tres y con disculpas adicionales, reverencias y apretones de manos, se conciliaron con la dueña y se retiraron. Los agentes por su cuenta. Los habían vigilado de lejos y de cerca, desde hace días. Los esperaban en las esquinas, a la vuelta. Pero no sabían de esa tonelada de coca que recibían cada semana. Ni supieron de la yerba estacionada en la cochera, en maletas y costales.

Peroombre, compadre. Eso nos faltaba, que por esos veintiocho dólares que echamos de gasolina nos detuvieran y encontraran la mota. Me acordé de esa canción. Cómo dice. Esa de quién iba a pensar, que por una meada. Ya ni la chingas, de plano. Pinche compadre.