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Con deudas por pagar y deudas por cobrar. Así murió él y en medio de ese desajuste, entre números rojos y negros, teñida la vida de
plomo gris y fuego, rencores, enojos, tristeza, rabia y coraje. Venganza, decían unos. Venganza, respondían otros. Le dieron duro y con todo cuando terminaron con él, pero quedaba su cara para exhibirla a través de la ventana de cristal, en ese ataúd sellado.

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Una muerte no era suficiente para arrojar luz en ese enredo de cadáveres añejados, negociaciones que terminaron en cabinas de automóviles de los que emanaba sangre, ataques que concluyeron en fachadas con acné y perforaciones en carrocerías. Había que ir
más allá: demostrar poder, jugar a las vencidas y vencer, mandar un mensaje de aquí mando yo, putos.

En el velorio había tensión. Lo bueno, dijo un familiar, que no dejan de llegar los pocos amigos, la mucha familia, uno que otro conocido, vecinos, allegados y socios. Café para los que querían alimentar el insomnio, tequila y güisqui para el resto que deseaba conversar, contar chistes, acompañar a la familia y a la borrachera, y llorarle al compadre, tío, compinche y patrón. Galletas tipo gurmé, de esas que se desmoronan de tanto mirarlas. Jugos, cocacola y agua, para los niños.

Un salón grande. Cuatro candelabros con sus respectivos sirios. A flama erguida: firme como militar, y en ese ritual de muerte, rendición y despedida. Sillones negros y cómodos, con descansabrazos anchos y redondos. Un cuarto aparte, tipo recámara o sala o estancia, para dormir, recostarse y soltar el llanto y dejar ir los mocos.

Y luego las voces crecieron y los pasos se apuraron. Algunos se levantaron de los sillones y dejaron la copa a un lado. Empezaron a retirarse unos y otros miraban la puerta y como que les quedaba muy lejos. La versión corrió como rayo en la tormenta: vienen los asesinos a darle de balazos, a volverlo a matar.

Cuando la familia se enteró hubo preguntas, gritos y más llantos. Qué hacemos. La viuda les dijo váyanse. La hermana le respondió yo me quedó. Otra la secundó. Todos salieron corriendo, atropellados. Y la funeraria de pronto se hizo un desierto: antesala del panteón y el infierno.

A dónde nos lo llevamos, se preguntaron. Los empleados no quisieron moverlo más. Les pagaron unos dólares para que llevaran el féretro a una camioneta y se fueron de ahí volando. No podían ir a la casa de ellas ni de algún familiar o conocido. Dónde, dónde.

Terminaron en la casa de una comadre lejana, que vivía sola. Era un solo cuarto, con paredes de orfanato. Un féretro de lujo estaba en medio, sin velas y en penumbras. Las tres lloraban y el viento también: soplaba, golpeaba los vidrios, aullaba, como queriendo entrar, silbar, huir. Que no los encuentren los matones, que se vaya el diablo, repetían.

Columna publicada el 18 de octubre de 2020 en la edición 925 del semanario Ríodoce.