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Malayerba Ilustrada/Javier Valdez

Subió a plomazos. Uno a uno los vio caer y él pisó los cadáveres como peldaños para ascender en esa maquinaria criminal: vida de ojos de sótano y mirada malva, añejada de sombras y fantasmas. Antes de que aumentara su enfermedad de adicción a matar, le dieron pa bajo a su jefe.

Adiós a los mejores vinos y güisquis, al mejor polvo gratis y lucir con esa pechera y el cuernote de chivo. Todo porque esos de la marina lo trozaron a plomazos cuando se toparon con ese retén que derivó en persecución y enfrentamiento. Ellos entrenados, con esos uniformes camuflados, cascos y patrullas. Los sicarios con sus güevos que se fueron haciendo pasita cuando empezaron los chingazos y mataron al jefe.

Jefe, jefe. Ya no habló. Se quedó con la boca abierta y apenas soltó el último resuello. Jefe, jefe. Fuga por la Costera: como pudieron corrieron, subieron a una de las camionetas y el acelerador hasta el fondo. Los marinos tras ellos, disparando. Se escuchaban los zum que les peinaban los pelitos de las orejas y el cuello. Zigzag por calles. Vueltas para todos lados. Hasta que los perdieron.

Siguió en ese camino de pecheras de fierros tronadores, pero cuando nació su hija y la tuvo en sus brazos dijo hasta aquí. Ese pedazo de algodón rosa, trozo de nube en primavera, era su salvación: su pase a la decencia. Entonces puso una carreta de tacos y se le vio peleando con tomates, cebollas asadas y trozos de carne. Taca taca, pegándole golpes a las piezas, a la tabla, con ese cuchillo enorme.

No le iba tan bien pero estaba tranquilo. Esa morrita lo hacía regresar a su casa emocionado de volver a tenerla, darle biberón, cambiarle de pañal y verla dormir en sus brazos. Pero sus bolsillos se vaciaron con facilidad. Los billetes adelgazaban rápidamente y acaso algunas monedas tintineaban.

Se le ocurrió cambiar de bando. Fue a la policía estatal y lo rechazaron. Su familia le dijo vete de aquí, te van a matar. Contestó si me voy vienen por ustedes.

Regresó a la carreta. Se hizo de clientes y su derecha pasó de la agilidad con el gatillo a la destreza en el asado de carne, elaboración de vampiros y pellizcadas y monumentales quesadillas mixtas, que eran las más caras y codiciadas por los comensales. En una ocasión supo que lo estaban cazando: cincuenta balazos en su carro delataron a los agresores.

Luego llegaron esos cuatro. Se sentaron en la mesa más cercana a la cabina donde asaba y ordenaron tacos y esas quesadillas criminales. Eran de la clica. Voltearon, susurraron y lo reconocieron. Cenaron, pidieron dosis extra de rábanos y pepinos y salsa. Se levantaron y se lo llevaron a chingazos. Gritaba insistente que quería hacer las cosas bien. Tengo una bebé. Le respondían que demasiado tarde, bato. Demasiado tarde.

Columna publicada el 18 de noviembre de 2018 en la edición 825 del semanario Ríodoce.