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Río Doce.- Sacó el teléfono celular del bolsillo del pantalón y marcó. Contestaron rápido y él dijo vengan por mí. Dio la dirección y colgó. Tenía tres heridas de bala y un balbuceo briago, aunque ese día no había pisteado. Eran las perforaciones de las que emanaba sangre, su debilidad, esa postración paralizante, esa despedida que empieza y que uno no quiere terminar. Y entonces dijo no quiero morir. Y se desmayó.

El ulular avisó que la ambulancia de la Cruz Roja estaba cerca. Bajaron los paramédicos. Una revisión rápida: no podían perder tiempo, era evidente que ese hombre estaba en peligro de muerte y que había que trasladarlo velozmente a un hospital. Camilla, curaciones frugales, pa arriba y de nuevo el uiui de la vagoneta rojiblanca.

Pasó su infancia con su padre y su hermano. El papá tenía una cantina y ambos meseraban. Ahí convivieron con teporochos y putas. Pero ellos tranquilos, sin broncas, respetuosos de los demás y cuidando el negocio. Creció y ya de adolescente se le vio con otros jóvenes en el barrio. Llegaba él y detrás esos acompañantes. Compró un carro pero no era de lujo. Tenía para sus fiestas que casi siempre terminaban en amanecidas y borracheras, con la tambora a un lado.

Vinieron las desavenencias con sus progenitores: que no andes de vago, deberías ponerte a estudiar, deja esos vicios del cigarro y de andar pisteando, con esas fachas pareces delincuente. Ese bla bla bla que le taladraba y hacía que saliera de su casa en medio de una explosión de gritos y madres. Levantaba tanto la voz que los vecinos le temían y ese niño de ocho lo mirara con pavor.

Él lo vio y le dijo fuerte. Qué, me tienes miedo. El niño solo lo miró. Se le llenaron los ojos de lágrimas y dio dos pasos atrás. Él se marchó de ahí expidiendo humos y mentándosela a toda la vecindad. Días después vio al mismo niño y le dijo que no le tuviera miedo: sacó uno de veinte pesos y se lo dio, y así lo hizo cada que se lo topaba: veinte, cincuenta pesos. Y el niño encantado.

Se le vio embriagándose solo, bajo un frondoso árbol que está en la esquina del barrio. Luego llegaron los de su clica y protagonizó una plática cerrada, como si diera instrucciones. Al rato lo dejaron solo. Dos días después hombres armados llegaron en un carro y le dispararon a corta distancia. Pum pum pum.

Los vecinos salieron. Estaba tirado en un rincón del vecindario, sangrando. Fue la Cruz Roja por él y lo llevaron a un hospital. La operación fue un éxito, dijo el médico cuando salió y la mirada de los familiares y amigos se iluminó. Algo pasó que truncó su recuperación: ya no despertó. Por qué, preguntaba la familia. Si cuando estaba herido dijo no me quiero morir. Por qué.