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Javier Valdez (QEPD)/Río Doce

Es una exhibición, le dijo el militar; la necesitamos porque aquí va a haber una exhibición y no la pueden destruir: no pueden fumigar aquí, son órdenes del alto mando.

El piloto de la pegerre se quedó pasmado. Se llevó una sorpresa cuando vio a los soldados cuidando el plantío, pero esta noticia, la de que no podía fumigar por lo de la exhibición, le hizo ruido. ¿Será?, pensó. Y se retiró.

Era un plantío de mariguana. Grande. Más bien inmenso: por su tamaño y por el lugar en el que se encontraba. Era una cosa enorme aquello, cerca del mar, en pleno valle, a cien kilómetros de Culiacán.
Cuando vio el predio desde lo alto se dispuso a fumigarlo: a esparcir ese líquido quemante, matar las plantas, incendiar ese frondoso verde que tapizaba el suelo y evitar así la cosecha.

Bajó lentamente, la nave y el equipo listos. Bajando y preparando el paracuat. Bajando, bajando, bajando. Y ya cerca, a punto de esparcir el veneno, se le apareció entre los surcos un militar. Le hizo señas con los brazos; los alzó, manoteando.

Interrumpió el descenso. ¿Qué pasará? Subió de nuevo y decidió aterrizar. El uniformado no estaba solo: veinte soldados rodeaban el plantío. Uno de ellos, el que parecía que tenía la superioridad, se dirigió a él.

Titubeante, el soldado puso el fal a un lado, se acomodó las fornituras y la nueve milímetros que pesada colgaba en el lado derecho de su cintura. ¿Qué pasa?, preguntó el piloto de la Federal. Nada, contestó el soldado. Es que vamos a tener… una exhibición, y no pueden fumigar.

¿Será? Pues ni hablar. Se regresó a la base de la pegerre. Dubitativo, con el signo de interrogación como un virus carcomiéndole los adentros. Qué raro. Y decidió preguntar al jefe del programa de erradicación de enervantes.

No sé nada, pero me parece extraño, dijo el jefe. Y éste se decidió a consultarlo con el delegado, y éste con el ejército. Oiga, mi general, hay un plantío, aquí cerca, y no nos dejaron fumigar: dicen sus soldados que van a tener una exhibición.

Qué exhibición ni qué la chingada, ninguna exhibición, no hay nada. Entonces el delegado se lo dijo al jefe del programa y éste, en cosa de minutos, se lo comentó al piloto y le dio instrucciones: chíngatelo, quémalo.

Regresó. Los soldados seguían ahí, entre las plantas, entre las estacas para simular tomate o chile. Bajó despacio. Bajó, bajó. Pronto encontró en la orilla, emergiendo de entre la verde mariguana, al soldado.

Esta vez no le hizo señas. No levantó los brazos cual naufrago en el olvido. Nomás lo vio acercarse, descolgó el fal del hombro, cortó cartucho, apuntó al helicóptero.

El piloto no se lo creyó: se aprestaba a fumigar un predio grande de mariguana y un militar le apuntaba con su fusil. Pero no era el único.

El soldado quitó el ojo de la mirilla del rifle y abrió grandes los dos: el piloto que había regresado no iba solo, cuatro helicópteros blanquiazules lo acompañaban.

Hizo señas a los otros militares. Los helicópteros dieron una vuelta y otra. Los soldados se juntaron en uno de los extremos, subieron a un camión del ejército estacionado ahí cerca. Y se fueron.

La tercera vuelta fue para soltar el fumigante. El piloto que llegaba al lugar por segunda vez en ese día sonrío; había triunfado. Entendió que los soldados no estaban preocupados por la exhibición, porque no había.

Columna publicada el 8 de abril de 2018 en la edición 793 del semanario Ríodoce.