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Javier Valdez/Río Doce

El morro era todo un yúnior. Su padre tenía mucho dinero y su madre lo consentía. Sin oficio ni beneficio, se salió de la secundaria por güeva y porque su padre le daba todo: estiraba la mano y ahí estaban los billetes, como cajero automático, que su padre le regalaba. Tenga mijo, pa que se divierta. Tenga, pal cotorreo. Tenga, pa las morras.

Así estuvo, sin escuela ni trabajo. Se la pasaba de vago, en fiestas, con los amigos, en la calle, la tienda de la esquina y las canchas de básquet. Apá, decía. Y el papá emergía del otro cuarto, de la oficina, la recámara, con el dinero en la mano. Tenga mijo, diviértase, se toma una a mi salud y ojalá se consiga una muchachota.

Pero el morro no hacía más que malgastar. Un día se aburrió de la farra y la noche se le hizo corta y los días no cabían más en sus bolsillos ni en sus manos. El tiempo se le escurría como el aire entre sus dedos y habló con sus amigos, los más cercanos. Vamos a robarnos un carro. Fueron al centro comercial y la agarraron cuichi: una joven mujer, de pechos de bisturí y con dos costillas menos, se estacionó y antes de que bajara la atoraron, le quitaron el bolso y el celular, las llaves de la camioneta, la jalonearon y bajaron a chingazos. Te mato si llamas a la policía.

Su padre no se enteró de esos cinco mil pesos que se había ganado con el despojo del vehículo ni que había ingresado a la invisible lista negra de los malandrines. Se había hartado de su hijo pilichi y empezó a negarle dinero, le reclamó que haya embarazado a una jovencita, hija de un hombre poderoso, y que no se haya hecho responsable de nada. Ni escuela ni trabajo ni paternidad ni chingadas madres, le gritó.

En la fiesta de cumpleaños de una amiga, la cerveza rolaba como agua de lluvia. En una de esas alguien se acordó que no habían comprado pastel, así que se apuntó. Yo voy por el pastel, ahorita lo traigo. Pasaron dos horas y llegó la noche y el día siguiente. Ni el pastel ni él llegaron. Lo reportaron como desaparecido y lo buscaron en la policía, los hospitales, y al final en el semefo. No lo encontraron ni en los baldíos que son tiradero de cadáveres.

Cuando abrió los ojos estaba en un centro de rehabilitación, golpeado y con una camiseta que concentraba olores y manchas de vómito, sudor y sangre. Primero pensó que estaba muerto. Oscuro el cuarto y nublada su vista. Luego llegó un hombre grande, de manos de candado, que le dio dos cachetadas. Te vas a morir, morro. Lloró, suplicó. No me maten, por favor. Quedó inconsciente y cuando abrió de nuevo los ojos estaba en la cárcel, acusado de asalto. Ya no pensó en la fiesta ni en ese pastel que llevaría: y entonces sí, no le alcanzaron las noches para el insomnio ni los días para el llanto.