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El 24 de abril de 2010, en la plaza de toros de Aguascalientes, México, el toro Navegante de la ganadería de Santiago, que había saltado al ruedo en 5º lugar, le propinó una cornada a José Tomás en el muslo izquierdo que le partió la arteria femoral profunda. Cuentan las crónicas que por un boquete del traje de luces salía un chorro de sangre, y que éste no paró hasta cuando el herido llegó a la enfermería, en la que los borbotones alcanzaron a pringar puertas, paredes, camisas, sudaderas de los monosabios y vestidos de torear de las cuadrillas que lo llevaron en andas.

El torero había estado entregado, poniéndose delante del astado en un lugar en el que nadie más lo hace, relajado, ebrio de arte y de valor, sin pensar en la fatalidad. En la camilla de la enfermería de la plaza, sin embargo, doce personas lo dieron por muerto. Ahí se llegó a decir que el que había fallecido era el cuerpo, pero que su espíritu seguía vivo, porque aún tenía fuerzas para asir la mano de un amigo y apretarla débilmente. Esa tarde le transfundieron cinco litros de sangre O negativa que donaron en desorden, sin previas pruebas serológicas. Casi de milagro aparecieron unas tijeras que permitieron cortarle la taleguilla y abrirle campo a las manos de un médico que por fin pudo controlar la hemorragia. Treinta y seis horas después del percance, reoperado y ya en una unidad de cuidados especiales, le preguntaron cómo se sentía y contestó con un giro muy mexicano: “de puta madre”.

Tres años después del percance, José Tomás reapareció. En Nimes armó una escandalera. En el viejo circo romano se encerró solo con seis toros, cortó diez orejas y un rabo, y propició un indulto. Durante ese ciclo toreó dos tardes más en España, y en ambas triunfó. Como un talismán, llenó las plazas. Su leyenda, elevada a la categoría de un verdadero mito, se incrementó con la tragedia y la majestuosidad de sus éxitos. Luego se refugió una vez más en su soledad, en su mutismo de estatua viviente, y no volvió a torear hasta este año, que se le dio por regresar a México, a Juriquilla, de donde salió a hombros, vitoreado como un emperador, como un ser casi sobrenatural.

Entretanto, en faenas de campo sufrió un accidente que le impidió retomar el hilo de sus victorias épicas, como lo tenía previsto.

Hace tres días, no obstante, se le acabó el ayuno. En Granada, vestido de burdeos y oro, se enfrentó en una terna a una corrida de Victoriano del Río. Quizá no pensó que la muerte lo rondaba. El 5º toro, otra vez, en un descuido inaudito en una figura de su portento y experiencia, lo embistió por la espalda, lo zarandeó, le fracturó una costilla y lo dejó inconsciente sobre el albero. Tomás le había perdido la cara a la fiera, y eso está prohibido en el toreo. Pero así suele suceder. Igual le pasó una vez a César Rincón en Valencia, cuando era el rey con su tauromaquia recia y profunda. Quizá la gloria, como les pasa a algunos políticos, hace sentir a los toreros inmortales.

Luego del infortunio y de ser revisado superficialmente por los galenos, José Tomás regresó al ruedo a estoquear al animal. Sólo quienes lo han vivido lo saben: el público se exulta frente a los gestos de entereza de los toreros. Si bien el arte es necesario, y en el toreo arte es quitar todo lo que sobra, la emoción en la fiesta es imprescindible. La consecuencia: dos orejas cayeron a sus manos después de dos pinchazos. Mientras tanto, los versos de García Lorca revoloteaban en la memoria: “Porque ayer en mi verso, compañera,/sonaba el eco de tus secas palmas,/y diste el hielo a mi cantar, y el filo/a mi tragedia de tu hoz de plata,/te cantaré la carne que no tienes,/los ojos que te faltan,/tus cabellos que el viento sacudía,/los labios rojos donde te besaban…/Hoy como ayer, gitana, muerte mía,/qué bien contigo a solas,/por estos aires de Granada, ¡mi Granada!”

Mas quiero ir a otra cosa. En el patio de cuadrillas, antes del paseíllo, hace tres días, los ojos de José Tomás no presagiaban nada bueno. Su rostro es, siempre ha sido, enjuto. Su pelo lacio, negro y abundoso, partido levemente por la mitad, ya permite ver unas hilachas de algodón que caen sobre su frente. Del lado derecho de la barbilla tiene una cicatriz longitudinal. Pero sus ojos de ese día, en Granada, daban una impresión de psicopatía. ¿Había miedo, pavor? No sabría decirlo. Era una mirada dura, resuelta, pero patética, como la de aquél que espera morir en su ley. Esa tarde no murió. Yo espero que tampoco muera hoy, que torea en León a pesar de la fractura de su costilla. http://www.abastodenoticias.com/actualidad/internacional/mexico/noticias_de_mexico.asp