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dibujamelaverdad

El Principito me dijo que el más caótico de los asteroides que en su viaje le tocó conocer fue el CLN2K3POP. Ni quería hablar de él, de modo que me concentré en la tarea de reparar el avión, mirándolo de soslayo, en espera de que agarrara valor. Se veía triste, abatido, dibujando círculos en la arena con su espadín. Finalmente lo hizo:

—¿Recuerdas cuando te conocí?

—Claro, ha sido uno de los momentos más intensos en este desierto.

Su rostro se iluminó de una sonrisa tierna y pensativa. Creí que era todo lo que quería decirme y proseguí en mi lucha contra la avería en el avión.

—¿Recuerdas qué te pedí? —volvió a preguntar, y aunque en ese instante luchaba con una pieza trabada, me apresuré a responder, no quería que me volviera a decir que hablo como los adultos.

—Me pediste que te dibujara un cordero y yo te hice varios, hasta que di con el que necesitabas y luego, ya que fui conociendo tu flor, tuve que hacerle un bozal para que el corderito no pudiera comerla, pero dejarlo que acabara con los baobabs, eso sí.

Nuevamente lo dejé conforme y me regaló su sonrisa y siguió con sus círculos en la arena y yo a destrabar la pieza. Por el rabillo del ojo vi que sacó del bolsillo el dibujo de su cordero, contemplándolo.

—Ojalá mi cordero salga bueno para acabar con los baobabs, esa hierba mala que si la dejo crecer puede adueñarse de mi planeta y hasta apropiarse de mi flor y mis tres volcanes que me llegan a la rodilla, eso no debe ser así, la mala hierba no debe crecer ¿verdad?

Dejé las pinzas, me quité con el dorso de la mano el sudor y la grasa de la frente y lo invité a sentarse por un lado mío a contemplar la puesta del sol. Me hubiera gustado invitarle las cuarenta y tres puestas de sol que veía en un día en su planeta, pero como su flor, ese atardecer era el único que yo tenía.

—¿En qué piensas? —le pregunté al ver su mirada fija en el horizonte, tan fija como me la ofrecía a mí al hacerme sus preguntas.

—Tú dibujas bonito todo, bueno, a mí me gusta como lo dibujas, hasta la boa peligrosa que se tragó al elefante voluminoso. Tú sí sabes, aunque a veces te tengo que ayudar.

Sentí titubeo, un tono de arrepentimiento al escucharle las últimas palabras. Las sombras empezaban a cubrirnos, iba a darle las buenas noches, pero me interrumpió una nueva pregunta.

—¿Me vi vanidoso?

—¿Cómo?

—No respondas mi pregunta con otra, ¿me vi vanidoso cuando dije “aunque a veces te tengo que ayudar”?

—No, al vanidoso lo dejaste en aquel asteroide, aunque soy tu admirador.

A la mañana siguiente me dio la más inesperada tarea que se le había ocurrido, como si hubiera pasado la noche en vela, buscando en su cerebrito lo que realmente quería y lo que yo jamás le podía ofrecer.

—Dibújame la Verdad —dijo El Principito.

—¿Qué cosa?

—¡Que me dibujes la Verdad, en el asteroide CLN2K3POP, el más caótico que he conocido, me dijo un niño que ahí había mucha gente, reyes, vanidosos, bebedores, hombres de negocios, escritores, que eran dueños de la verdad y yo quiero saber cómo es!

La primera reacción que tuve ante su impaciencia fue rascarme la cabeza. Me había sacudido. Si supiera la Verdad ya hubiera reparado hace tiempo el avión y esto me trajo una idea: si tuviera los libros indicados ya hubiera dado con la avería. Le dibujé una caja, seguro que él sabría que contenía libros.

Vio el dibujo con evidente desgano:

—Esos son libros en una caja, y lo que yo quiero es que me dibujes la Verdad y que a esa sí le pongas una cuerda y una estaca para que nunca se escape. Y si no conoces a la Verdad, no te apenes, por lo menos dibújame dónde la puedo encontrar, porque cajas de libros las hay en todas partes, no sé porqué la gente los encajona, parece que no saben que dentro de ellos llevan historias y personajes que ocupan respirar, ya ves que a mi cordero le hiciste unos agujeros para que le entrara aire.

Apuradamente hice de memoria un dibujo de la casa en que se encontraba la biblioteca a la que iba de niño, me esmeré en detalles para convencerlo que ahí se encontraba la Verdad. Se lo mostré, orgulloso por vez primera al culminar una de sus encomiendas.

—¡Es linda! —exclamó, y se asomó a las ventanas— ¡Cuántos libros y todos con su casita, y hasta una flor en una linda maceta hay en el escritorio de la directora! —guardó el dibujo en su bolsillo y añadió:

—Espero que no enferme de celos mi flor, es tan delicada, pero es que en mi planeta, como en el asteroide CLN2K3POP también hace falta una biblioteca. En ese asteroide caótico del que ni quería hablar crecieron muchísimo los baobabs, según me dijo mi amigo. Tanto crecieron que con sus ramas les hacen hoyos a los cuerpos de los corderos de los que brotan espesas aguas rojas, arroyos de tristeza y después canciones y novelas escritas por hombres de negocios. Debe ser horrible.

Lo dejé pensativo, absorto en el dibujo que le había hecho, seguro contemplando los estantes, sobando los lomos de los libros como si fueran corderos, oliendo la flor en el escritorio de la directora, recordando a ese amigo del asteroide CLN2K3POP que no tenía un lugar dónde leer. Antes de tomar pinzas y un desarmador para proseguir con la reparación bajo el implacable sol del desierto, me asaltó un comentario con dejo sarcástico que me había hecho El Principito: los adultos son decididamente muy extraordinarios.