Tiene veinticinco años y tres hijos. El primero lo tuvo con su esposo. Todo iba bien. Muy bien. Pero llegaron los encapuchados y se lo llevaron. Apareció con el rostro desfigurado. Las prendas ayudaron a identificarlo, igual que una cicatriz por una herida que se hizo cuando jugaba futbol en el barrio, en la pierna derecha.
Ella está viva, por eso se contonea. Y tiene atributos para mover. Sus dotaciones son buenas. No son pretexto para no acercarse esos morritos güeros que siempre van con ella, como pollitos buscando el mañanero sol invernal. Los chavos se le acercan, la saludan, sostienen la mano más de la cuenta y mandan señales: una palabra, una sílaba, una mirada que gotea, baba en la comisura de los labios, un guiño, un piropo, dos palabras con buena sonoridad.
Pero no les dura mucho el encantamiento. No cuando se enteran que hay un muerto en su vida y que era su esposo. Ellos se alejan y lo vuelven a matar. En qué andaría, qué habrá hecho, con quién se metió. Y pum pum pum le disparan otra vez. Porque ella sigue oliendo a pólvora: pólvora mojada, caduca, añeja, a pesar de sus veinticinco.
Una muerte es una muerte. Ella de luto a pesar de que el asesinato no es reciente. Ella pasea a paso lento, con esos movimientos que jalan miradas, pero sonríe poco y parece ir cargando ese ataúd. Tiene imán porque los hombres no dejan de acercársele. Viuda sexy que hace mutis. Y más ahora, que se puso de novia a pesar de ese pesada prenda negar, se alejaron las abejas africanas y ese asedio.
El novio es tranquilo. La visita y en ocasiones se queda a dormir. Una mañana no amaneció ahí sino en una parcela pelona donde antes habían cultivado frijol. Tenía dos tiros en la cabeza, uno de ellos en el puro centro. Sangre seca, piel en retirada y una sustancia viscosa, entre blanca y gris, esparcida e intocada.
Dos calacas a sus veintitantos pesan y mucho. Ella doblemente triste, doble luto y doble mutis. Los ojos la siguen, las bocas cuchichean a su paso, las miradas y las manos braman sexosas. Ella como ida. No se levanta de una cuando ya está otra vez en el suelo, en el panteón y en el novenario. Lleva un ataúd en cada hombro y su espalda no se quiebra, ni esas piernas carnosas ni esas caderas desbordantes.
Meses después se enamoró de un bato. El joven es tranquilo y se ve que la ama y la cuida y quiere también a los hijos. Se pasean poco. Él va y viene a una ciudad cercana, es comerciante. Hasta esa tarde que no llegó a comer. Habló al celular y sonó y sonó. A los familiares pero no supieron decirle. A todo mundo pero no sirvió de nada. Lo reportó a la policía pero los agentes no lo buscan. Ahora está desaparecido.