0 4 min 10 años

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Todos lo veían ahí, en el barrio: aburrido, serio, encerrado en ese cajón de cemento y ladrillo, apenas levantando la mirada, las cejas, la mano, para saludar. Sus dos hijos y la esposa eran también callados. Él de la casa al trabajo recorría el mismo camino, como si en cada paso buscara sus huellas. Todos los días ese ritual hueco y cabizbajo.

Pero esa tarde salió con una cara que nadie le conocía. El rostro de piedra y la voz dura y el paso erguido y rápido. El niño de la vecina que solo salía de noche y bien peinada había estado pateando el balón y le pegó en tres ocasiones a esa camioneta no tan nueva y activó el mismo número de veces la alarma chillona del vehículo. Salió con el energúmeno por dentro y por fuera.

Gritó, sacudió al niño luego de tomarlo del brazo, y le quitó el balón. Órale morro, cómo das lata. Dejó al menor a media calle, llorando. La madre salió con un chor corto y cachetero, pegado hasta desnudar protuberancias: con el teléfono celular en el lado derecho de la cara y gritando ya ves, una aquí sola, sin nadie que lo defienda, y tú de güevón con tus amigotes y cualquier pendejo humillando a tus hijos y tú cómo si nada.

Tomó torpemente al niño y lo llevó tras ella, jalándolo. A los quince minutos llegó un hombre en taxi. Una nueve milímetros en la derecha y de un caminar ladeado. Le decían El dólar por ese andar de subibaja. El hombre se metió a la casa del vecino y lo sacó a patadas. Golpes en los costados, en la espalda, las nalgas, las piernas. Y ya en el suelo, en la cara, las costillas, la entrepierna. Se retorcía, trataba de cubrirse. Su esposa salió, embarazada. Se tiró sobre él y lo cubrió justo cuando El dólar había puesto el dedo de fuego en el gatillo.

Ande puto, para que no te andes metiendo con mis hijos. Regresó la pistola a ese rincón detrás de los linderos del cinto. Se iba a retirar cuando llegaron diez hombres. Lo doblaron con dos opercat y se lo llevaron a rastras. En los teléfonos y radios de la narcada empezó a escucharse que se llevaron a El dólar. Lo llevan al dique. Lo van a matar. Si no interviene el jefe, le van a dar piso. Pero el jefe se enteró. Llamó al comando y justo cuando se disponían a quebrarlo les ordenó que dejaran El dólar vivo, ahí, tirado.

Cuando vieron al jefe le preguntaron por qué. El jefe les informó que le debía varios favores a El dólar y que además era bueno a la hora de los chingazos, entrón y güevudo. Ah. Lo que en el barrio no sabían era que ese hombre callado y tímido tenía su gente y su poder. Que no necesitó pedir ayuda para que fueron a defenderlo y a matar a su agresor. Ese es el bueno. Es el verdadero patrón, les dijo el jefe.