Javier Valdez/Cortesía: Río Doce.
Era uno de los pistoleros favoritos del jefe. Andaba con él pegado, más cerca que la sombra y más fiel que un perro: las armas a la mano y al patrón lo que pida.
Se casó con una bella mujer, baja de estatura, que le era leal, tanto como él a su jefe, el dueño de la ciudad y más allá. Y cuando vio que era necesario atenderla a ella y a sus hijos, le pidió permiso al patrón para estar con la familia y poner un abarrote.
No era cualquier tienda de esquina. Más bien un negocio bien surtido, un supercito en el fraccionamiento aquel, con buenas instalaciones, aire acondicionado, pasillos y hasta caja registradora. Y él al frente de ella, administrando, vendiendo y cobrando.
Le estaba yendo bien. Junto al establecimiento comercial tenía su casa: sus hijos pequeños, menores de seis años, su mujer, sus rincones hogareños, al alcance.
El fraccionamiento clasemediero era nuevo. Las colonias de los alrededores contrastaban con el asentamiento de calles pavimentadas, un pequeño parque de árboles jóvenes y casas de material, de dos pisos y doble cochera.
Los delincuentes de las colonias vecinas vieron como opción los robos y asaltos: entraban en casas abandonadas a robarse electrodomésticos, cilindros de gas y tubería de cobre. Asaltaban a los peatones y saqueaban las tiendas.
Una grieta apareció en su vida cuando le cayeron a él. Eran dos jóvenes, acaso quinceañeros. Uno de ellos traía una pistola de calibre chico y con ella le apuntaba. Gritando le exigió el dinero. Él sonrió sin espanto y se lo entregó.
Dos veces en un mes le repitieron la dosis. Y ya no aguantó. Sacó la cuarenta y cinco de uno de los cajones y abasteció dos cargadores. La puso en el mueble desde el cual despachaba, bajo la caja de cobranza.
Así, mientras simulo sacar el dinero para entregarlo, pensó, saco el fierro y me defiendo. Y si es necesario les doy piso. Estoy hasta la madre.
Dos de esos que ya lo habían asaltado llegaron de nuevo. Iban en bicicletas Bimex y camisetas sin manga. Eran flacos y morenos, con manchas blancas en la cara: tal vez el sol, las malpasadas o esa vida a salto de mata.
El dinero. Démelo si no quiere que lo mate. El joven sonaba recio, con una seguridad impostada que no se reflejaba en esa pistola que temblaba, esa mano que saltaba quedito, esos ojos que revoloteaban disparejos.
El abarrotero no contestó y se aprestó para entregar billetes y monedas que tenía en la caja. Aplastó un botón grande y el aparato escupió la bandeja del dinero, produciendo un chasquido y luego un ligero campanazo.
Con la otra tomó su pistola y cuando empezaba a subirla para apuntar a su oponente, este jaló el gatillo que también estaba tintineando y nervioso: la bala salió apurada y la pegó en el abdomen, pero no lo tumbó.
Él soltó los billetes sin darse cuenta. Miró hacia su panza y vio el orificio oscuro, los borbotones; se aterró pero siguió de pie.
Uno de los jóvenes ya había alcanzado la bicicleta. El otro se mantuvo ahí, con la pistola gacha, de frente, como estatua. Reaccionó para alcanzar su bici, dio la media vuelta, uno, dos, tres pasos, y pum.
El de la tienda le dio en la espalda. Pedaleó aún. Tomó aliento como un salvaje. Dos, tres, cuatro pedaleadas. Calle abajo, y expiró: quedó en el asfalto recién estrenado, con los ojos abiertos y su pierna derecha enredada en el cuadro y la cadena.
Él vio cómo se iba su vida apacible de ex sicario. Su mujer llegó y se hincó, llorando, pidiéndole que resistiera. Él le dijo, Ahora sí, ahora sí me dieron. Y se despidió.
Artículo publicado el 18 de junio de 2023 en la edición 1064 del semanario Ríodoce.