Río Doce.- La tía lo rescató. Tenía una madre amorosa y tierna, sometida a los designios de un hombre de la buchonada que había nacido en la sierra y crecido entre matas de mariguana y amapola. Y ahí quería seguir. Y mantenía la idea de que ese iba a ser el destino de ese nuevo hijo. Hasta que la madre se hartó y se separó de él, llevándose a su hijo.
La tía celebró la decisión. Lo mimaba, le llevaba pastel en su cumpleaños y cada que podía lo buscaba, le daba algún regalo, platicaban mucho y jugaba con él. Madre e hijo se fueron a otro pueblo y la tía ya no los veía tan seguido pero intentaba estar pendiente de su sobrino, llamarlo, buscarlo de vez en cuando o al menos mirarlo de lejos y saber que estaba bien.
Horizontes oscuros se le instalaron entre las sienes. No puede ser, murmuró. Pobre. Le dijeron que el joven, ya a punto de entrar a la universidad, a estudiar una carrera profesional, la hacía de puntero. Ella se acercó y le dijo mijo te van a matar, si se te pasa un carro, si no cumples bien una orden, si no avisas a tiempo. Igual te van a matar: los enemigos o tus jefes, a la hora de los problemas.
Lo aconsejó. Le dijo que se viniera a la ciudad, a vivir con ella y estudiar una carrera. Pero que antes debía decidir qué quería ser. Me gustan las armas tía. Quiero ser policía. Ella asintió y le dijo que iba a ser de los buenos, de esos que investigaban, que andaban bien enriflados y con capucha, en esas patrullas grandotas. Qué bueno, mijo, para que acabes con los malos.
Lo llevó a la academia de policía. Cada semana iba por él y luego lo regresaba con ropa limpia. Conversaban mucho. Ella lo veía como aquel bebé recién parido, aquel niño entre los cerros y los plantíos verdes o con flores rosas, o aquel joven en el extravío. Sabía que detrás de esa cara de niño bueno, de joven serio y responsable y trabajador, había eso, un niño bueno: pisaba la vereda del bien, la honestidad, el respeto por los demás.
Así se lo decía. Tienes que hacer el bien, respetar a la gente, no abusar, aplicar la ley y acabar con los malos. Hasta que el joven aquel se graduó de policía estatal investigador. Ella orgullosa lo palmeó, palpó sus prendas negras del uniforme y lo abrazó y besó. Estoy orgullosa de ti, mijo.
Él andaba en las patrullas grandotas, asido a la estructura trasera o en la cabina. Enriflado, con capucha y una glock sin estrenar dentro de la fornitura. Él le platicaba, ella hinchada de orgullo. Ahora sí, mijo, cuéntame: qué se siente ser del gobierno, acabar con los malos, darse a respetar y trabajar honestamente.
Es lo mismo, tía. Cómo que es lo mismo, preguntó. Sí, lo mismo: cuando una caravana de narcos llega, nos cachetean y nos pasan claves para que los dejemos ir, y los jefes… esos nos mandan matar.
Columna publicada el 15 de diciembre de 2019 en la edición 881 del semanario Ríodoce.