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Fotos/texto: Rocío Madero Cadarso/Desinformémonos

Desde el boom del caucho en el XIX, los occidentales han explotado sin control durante tres siglos la riqueza de la Amazonía: población, animales y recursos naturales. Esclavizaron y exterminaron a los nativos en los bien conocidos genocidios del Putumayo. Talaron los bosques, contaminaron las aguas, traficaron con animales, introdujeron la gripe, la viruela y todo tipo de enfermedades modernas a personas sin esta inmunidad natural. Y la lista continúa.

Las vidas y costumbres indígenas se han modificado por el contacto directo con la cultura occidental. Un millón y medio de nativos, indican cifras no oficiales, habitan en todo el Amazonas y pertenecen a un número aproximado de 380 pueblos o identidades. La mayoría de esta población está en el Perú, unos 400.000 según el último Censo Nacional de 2007. Algunas de estas personas ya han perdido su lengua, música, vestimenta y quehaceres. “Somos una comunidad de kukamas y aquí nadie habla kukama”, lamenta Alfredo Dávila, a orillas del río Marañón.

Alfredo Dávila Vázquez vive en un asentamiento de kukamas de 20 familias con 120 habitantes, la comunidad amazónica de Santa Rita de Florida. Entre todos los miembros de la comunidad él es el único que habla fluido la lengua originaria. “Todos son pero ninguno quiere hablar kukama. Así desapareció”, explica. “Las autoridades y la gente de la ciudad no les entendían. ¡Los kukama dejaron de hablar kukama por vergüenza!”, exclama. “Nos llamaban indios y algunos se ofendieron”, agrega en un castellano difícil de entender. Abre las piernas y brazos, y escenifica el andar tradicional de este pueblo. Añora tiempos pasados. “¿Maniwatipin Ima?”, pregunta en lengua kukama-kukamiria. Lo que significa “¿cómo estás hermano?”, aclara. La palabra ima, “hermano”, era esencial en el saludo entre kukamas, un rasgo completamente extinguido en la conversación de hoy día.

Dávila Vázquez tiene 65 años, la tez morena y arrugas en la piel. Es delgado, de unos 1,65 metros de estatura pero fuerte de extremidades, capaz de levantar cada día los 50 kilos de peso del motor “peque-peque” que impulsa su bote de madera. Viste camisa blanca o de colores claros, pantalón negro con el talón remangado y pies descalzos (chanclas si llueve y botas de jebe si hay trabajo en las chacras, parcelas de policultivo). “Así usaban los kukama, siempre con su pucho (cigarrillo). Pero aquí nadie lleva ya estas cosas”, afirma. Tampoco fuman ni siembran tabaco. En Santa Rita de Florida, ubicada a una hora en bote de la ciudad de Nauta- capital de provincia, los hombres cambiaron la camisa blanca y el pantalón negro tradicional por los vaqueros y camisetas con o sin mangas del Real Madrid Club de Fútbol, del Barcelona y de equipos internacionales que ni ellos conocen.

Puerto principal de la ciudad de Nauta
Llegada al puerto principal de la ciudad de Nauta ROCÍO MADERO CADARSO
El profesor Anmer Mozombite, bilingüe en kukama-kukamiria y castellano, corrobora la descripción física del kukama de Alfredo Dávila Vázquez. Sobre la que añade “las dos rayas pintadas en la frente, pómulos y barbilla”. “Las mujeres vestían una blusa blanca de manga larga con un mismo estampado en el cuello, cintura y puños, de cinco líneas con los cinco colores de la naturaleza: blanco, azul, verde, amarillo y rojo”. Según explica el profesor, esto lo combinaban con una falda larga negra. Y su rostro estaba pintado con un pequeño círculo en las cuatro facciones de la cara.

A diferencia de otras etnias, las kukamas complementaban el conjunto con collares y aretes de metal debido a su proximidad y contacto con la ciudad. Esta vestimenta también ha desaparecido por los pantalones ajustados, cortos y largos, y camisetas de tirantes. Los rostros de las mujeres están limpios y, en su caso, con maquillaje.

“Hablar nuestra lengua fue un síntoma de atraso. El kukama era un ser excluido de la sociedad. Las metrópolis les avergonzaron. Y los kukamas acabaron rechazando nuestra lengua, costumbre y raza”

“Eres la primera persona en preguntarme por la apariencia de los kukama. Por no tener no tenemos ni en la ciudad de Nauta, fundada por el kukama Manuel Pacaya, un museo kukama”, observa el profesor. Su conocimiento sobre este pueblo es amplio y, según señala, en parte se debe a su especialización en la lengua e historia kukama. “Porque yo soy nativo de Nauta y pertenezco al pueblo Kukama”, subraya con orgullo.“¿Maniawata na chira?7a chira Anmer”, demuestra su dominio en la lengua kukama-kukamiria. Lo que significa “¿cómo te llamas? Yo me llamo Anmer”.

Acorde al profesor, el contacto con las ciudades significó la pérdida de la cultura kukama. “La sociedad ha olvidado que hacer un remo o una canoa es algo que inventaron los indígenas no los astronautas”, recuerda. “Hablar nuestra lengua fue un síntoma de atraso. El kukama era un ser excluido de la sociedad. Las metrópolis les avergonzaron. Y los kukamas acabaron rechazando nuestra lengua, costumbre y raza”, señala el profesor, reafirmando así las palabras de Dávila Vázquez.

ADIÓS A LA TRADICIÓN

Antiguamente las kukamas trabajaban en la elaboración de artesanía y bisutería a base de semillas y tejidos vegetales. Realizaban esteras, paneros (tsaparu), canastas (urukuru), tipitís, bolsas (shicras), abanicos con hoja de palmeras… Algunas, como Ercilia Jaramillo, aún conservan abanicos de chambira en sus casas, pero prácticamente han abandonado esta actividad. Lo mismo ocurre con la música tradicional. El profesor Mozombite habla del bombo, las bombillas, las maracas, los tambores, la quena, el pífano. “Esta tradición la reemplazaron por la radio y los altavoces”, puntualiza.

Así quedó visible en la fiesta del 60 Aniversario de Santa Rita de Florida, el día 29 de agosto de este año, a la que asistió este medio. La celebración no contó con ningún instrumento musical. En las instalaciones del colegio de primaria, con las sillas colocadas junto a las cuatro paredes de la habitación, dio comienzo la velada. Las autoridades de la comunidad inauguraron el evento con varios discursos, entre los que se incluyó el del profesor Anmer Mozombite.

Los ‘comuneros’, miembros de la comunidad nativa, compartieron masato: una bebida alcohólica hecha a base de agua y yuca fermentada. Procedió el brindis castellano: “Arriba, abajo, al centro y pa dentro”. Y finalmente sonó la cumbia desde unos grandes altavoces. Algunos, no todos, se animaron a bailar. Punto y final. Así es una fiesta entre kukamas.

“Todavía no nos hemos casado porque no hemos ahorrado suficiente para pagar el vestido”

El matrimonio tampoco escapa de la influencia occidental. Lo que significa que si hay amor pero no dinero, no hay matrimonio. El vestido de novia, largo y blanco, es esencial para subir al altar. Alfredo Dávila y Ercilia Jaramillo son pareja desde hace 40 años y tienen siete hijos en común, cinco mujeres y dos varones. Se conocieron cuando Ercilia tenía 17 años y Alfredo 25, narra la mujer. Él trabajaba en la comunidad en la que vivía ella. Cuando Alfredo terminó su labor en la comunidad de Ercilia, volvió a por ella y juntos se instalaron río arriba, en Santa Rita de Florida, a orillas del Marañón. Desde entonces forman una pareja de enamorados. Ambos son católicos, asisten todos los domingos a la Iglesia pero no están casados.

El kukama Alfredo Dávila
El kukama Alfredo Dávila ROCÍO MADERO CADARSO
“La novia debe llevar un vestido largo blanco”, relata Ercilia. “Todavía no nos hemos casado porque no hemos ahorrado lo suficiente como para pagar el vestido”, explica la mujer. Estas familias viven de la agricultura, la pesca, la caza y la recolecta de frutas. Cuando la producción es grande, venden parte en la ciudad o a los comuneros desde sus casas. No tienen ingresos mensuales. “Mi madre decía que el vestido no se alquila porque es algo que llevarás siempre contigo”, confiesa.

De igual manera, Alfredo hijo y Cintia, llevan 12 años juntos, son padres de tres hijos y tampoco están casados. Otra de las hijas de Alfredo y Ercilia, Gladis Dávila, es madre de dos niños, estuvo siete años con el padre de sus hijos, y nunca llegó a contraer matrimonio. El vestido de la novia es clave para el matrimonio en la selva.

JUSTICIA INDÍGENA FRENTE AL “MAL EXTRANJERO”

Ercilia Jaramillo no está casada pero a sus 57 años ocupa el cargo de teniente gobernadora en Santa Rita de Florida. Lo ejerce desde hace cinco años. Y no recibe dinero por esta posición, sino el honor que representa. En ella recae la justicia de la comunidad. Ante cualquier problema de convivencia, los comuneros acuden a ella. Puede sancionar pero no expulsar, esta acción le corresponde al presidente comunal: el apu.

Acorde a la exposición de Ercilia, “la tala de árboles y el mal extranjero” son casos que se resuelven con la expulsión y, en su extremo, con apoyo de la federación Acodecospat (Asociación Cocama de Desarrollo y Conservación San Pablo de Tipishca), que representa a 63 comunidades del pueblo Kukama Kukamiria de la cuenca del bajo Marañón.

“Si los peces saltones se alzaban con la cabeza arriba era un síntoma de que todo iba bien. Hace años que dejé de ver a los saltones. Ahora tenemos plástico”

En septiembre de 2017, dos comuneros de Santa Rita de Florida intentaron vender a un extranjero un terreno que le pertenecía a la comunidad. El procedimiento fue el siguiente: la monitora ambiental, Gladis Dávila, advirtió de su comportamiento a quienes pretendían vender, lo transmitió a la gobernadora y esta finalmente al apu. Lograron paralizar la venta. Fueron días de alta tensión. Uno de los comuneros fue exonerado, consideraron que “fue manipulado, era padre de familia y un buen hombre”, cita la gobernadora.

La presencia de extranjeros no solo está latente en la compra de terrenos de la Amazonía o en la tala de árboles. Respecto a esto último, el Banco Mundial estima que el 80% de la madera que exporta Perú proviene de la tala ilegal. Alfredo Dávila conoce bien la caoba, el cedro, la canela, el tornillo, la cumala y muchos otros tipos de árboles. “A la madera duradera la llamamos palo de tortuga”, interrumpe. Trabajó durante más de 20 años para una empresa maderera a las órdenes “del patrón Don Juan Correa”. “Siempre hay que cortar 25 pulgadas por arriba para aprovechar bien el tronco y repoblar, repoblar es esencial”, sostiene.

Bosque deforestado en la cuenca del Marañón
Bosque deforestado en la cuenca del Marañón ROCÍO MADERO CADARSO
De camino a la ciudad de Nauta, atravesando las aguas del Marañón, el director de secundaria de la vecina comunidad 9 de Octubre, el kukama Pedro Torres, apunta con el dedo hacia unas parcelas y menciona: “Veo botes con maderas que marchan a la ciudad pero las tierras están despojadas, nadie vuelve a reforestar”. El bote encalla en Nauta, toca tierra firme y el director fija la mirada en el embarcadero repleto de plásticos.

“No siempre fue así. Antes había peces que brincaban y silbaban en el puerto. Si los peces saltones se alzaban con la cabeza arriba era un síntoma de que todo iba bien. Hace años que dejé de ver a los saltones. Ahora tenemos plástico”, aprecia el director Pedro Torres.

La llegada de los productos fabricados con plástico y metal ha modificado los hábitos de las comunidades indígenas e introducido materiales que no saben cómo destruir. La mayoría de ellas no están equipadas con tachos (papeleras) ni tienen un sistema de basuras. “Botan” los residuos sólidos al suelo, jardines, río o lo almacenan junto a los árboles. Los restos de comida producen compost, no el plástico.

Este material fue compartido con autorización de El Salto