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El éxodo del miedo les cambia a desplazados el paraíso por el infierno

Destino: el destierro

Río Doce.- “Nuestro delito fue no pertenecer a ningún grupo delictivo”, dice resignada Emilia. Hace cuentas y se le acaban los dedos y la memoria, pero sus convicciones inyectan vitaminas y se aviva y parece que un ejército de hormigas trabaja por dentro. Termina y hace un gesto como quien resuelve el acertijo. Y asegura: “No son 600 las personas desplazadas por la violencia en Ocurahui, San José de los Hornos y otras comunidades de los alrededores, en la zona serrana del municipio de Sinaloa, sino cerca de 2 mil 400”.

“Ocurahui era un lugar hermoso. Enclavado en la sierra de Sinaloa donde los pinos se alzan majestuosos y el agua corre libre por sus arroyos. Teníamos unas cien viviendas nada más ahí, de gente pacífica y trabajadora cuyo delito fue no pertenecer a ningún grupo delictivo”, cuenta con una añoranza que hace que le bailen los lentes, a sus poco más de sesenta años.

Es como una sentencia colectiva de muerte. De un lado o de otro, no importa. No hace falta estar enlistado en alguno de esos cárteles, el de Sinaloa, que lidera Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, o de las células de los Beltrán Leyva que operan en la región. Todos los que habitan la zona están sentenciados a muerte y conforman una invisible lista negra en la que ya, automáticamente, por el solo hecho de vivir en esas montañas, se han ganado la lotería del destierro.

No vale que hayan sido ganaderos o en los últimos meses antes de que explotara la violencia generada por los cárteles de las drogas, se hayan dedicado al comercio. Tampoco si sembraron amapola o mariguana o heredaron ranchos y mansiones de cacicazgos posrevolucionarios. No. Mujeres, niños, jóvenes inocentes y adultos que antes eran victimarios. En esa serranía todos son víctimas. Y pocos, muy pocos, siguen victimando.

La lista que algunos conocen hablan de por lo menos 30 personas muertas de 2011 a la fecha, pero la mayoría de los occisos corresponden al 2012. Hay por lo menos tres menores de edad y tres mujeres asesinadas brutalmente, a balazos o a golpes, y en algunos casos frente a sus hijos.

El otro saldo, el que nadie cuenta, es el de las familias separadas: los desplazamientos unieron a unos que compartieron pequeños cuartos —de más de veinte personas en una sola vivienda— y separaron a los padres, en casos, en su mayoría, de divorcios de facto. Los pedazos de familias quedaron en el trayecto de las montañas a los cerros más bajos y al monte, de las poblaciones cercanas a las ciudades. Dentro de un solo municipio y más allá del estado. Rompecabezas de lazos sanguíneos de los que solo quedan los restos. Y la sangre. Y algunos recuerdos.

Radiografía maldita

Los Beltrán Leyva, con una presencia de muchos años en la región, estaban ubicados en la comunidad de Sierrita de Germán. Del otro lado, San José de los Hornos, era tierra de Guzmán Loera, el Chapo. Para muchos, los problemas empezaron —o al menos se reflejaron— cuando hombres armados sacaron de su vivienda, frente a sus hijos y esposa, a Jaime Acosta, el 24 de septiembre de 2011. Al día siguiente apareció muerto en las cercanías de El Pilar, con huellas de tortura y lesiones de bala. No fueron los hombres por él, a pesar de que los gritos se escuchaban desde lejos, igual que las ráfagas que trajo el viento. Acudieron por el cadáver las mujeres, en grupo.

Versiones de testigos indican que alrededor de una semana después llegó un comando que se identificó como los cuidadores y gente del cártel de Sinaloa, quienes, supuestamente, iban a defender a los habitantes de la región de ataques de los Beltrán Leyva.

“Traían armas grandes y andaban camuflageados, andaban por los alrededores de Ocurahui y otras comunidades. Ellos mandaron el mensaje de que eran cuidadores y que no tuviéramos miedo, que nos iban a cuidar de los Beltrán Leyva”, señaló uno de los habitantes de la región que optó por refugiarse en otro pueblo y quien pidió mantener el anonimato.

Poco les duró el gusto a las familias de la región. Los cuidadores se convirtieron en una amenaza y luego en homicidas: el 25 de octubre hombres armados y uniformados asesinaron en su domicilio a Martín Parra Barraza y con eso sus familiares fueron de los primeros en abandonar el inmueble ante la posibilidad de sufrir la misma suerte.

Pedazos de historias y sangre

“Desde temprano se miró al grupo de armados que lo esperaban a que volviera de su trabajo para darle muerte”, dijo uno de los desplazados de la sierra de Sinaloa. Es la lista negra. Todos están muertos pero no lo saben y viven de tiempo prestado, minutos, horas, días extra que nadie, solo ese encapuchado que representa la jefatura y el verdadero poder, les concedió: esperan la firma del cañón humeante del Kalashnikov. Así lo esperaron ahí. Sin esconderse, a la vista de todos. A su regreso de aquella jornada laboral, ese 10 de enero de 2012, Raúl Pérez Bejarano encontró la muerte en Ocurahui.

“Su cuerpo fue levantado hasta otro día por sus familiares, para darle sepultura en otra comunidad”.

Al día siguiente, contó otro de los desplazados, unos dormían y otros miraban la televisión. Eso hacían cuando un rafagazo de fusil automático los regresó a todos a la realidad. Todos dejaron sus cosas, ropa, comida y aparatos electrodomésticos encendidos, y salieron huyendo hacia el monte.

“Todos corrimos al monte a escondernos. Ya era de noche y nomás se escuchaban los gritos desgarradores, un llanto fuerte, de un pequeño. Al amanecer vieron salir de una vivienda a otro pequeño de apenas unos seis años”.

El niño cargaba a su hermana, todavía más pequeña. Gritó y gritó, pero nadie se animaba a acercarse. Les decía que adentro de su casa, en el patio, estaban tirados y sin vida su papá y su mamá. Cuando los pobladores por fin se animaron a salir, con el sol atisbando en el caserío y las veredas, encontraron a los padres de los niños que entre sollozos pedían auxilio, y a otra persona que no fue identificada. Todos ellos ultimados a balazos.

Los sobrevivientes cuentan que todos empezaron a gritar y a buscar automóvil para abandonar el lugar. Corrían despavoridos, tratando de asirse uno a otro, sabiendo que no había muchas salidas y que la muerte ya no rondaba, convivía con ellos y se sentaba a la mesa.

“Sus cuerpos quedaron ahí, boca abajo y acribillados, mientras la gente corría de un lado a otro buscando carro para salir con su familia, entre gritos se escuchaba a una mujer que decía ‘vámonos antes de que lleguen los Beltrán Leyva’. Así fue que todos los habitantes salieron de ahí con lo que traían puesto, tratando solo de salvar sus vidas y las de sus familias”.

Versiones extraoficiales identificaron a los occisos como María Maximiliana Román Zayas, Sergio Camargo Leyva y Servando Martínez Torres.

“El día 14 de enero sucedió lo que tanto se temía: llegaron los Beltrán Leyva a Ocurahui, saqueando y quemando casas en medio de una fuerte balacera, sin que los cuidadores pudieran hacer nada para evitarlo, mucho menos hacerles frente”, señaló José, otro de los sobrevivientes.

Recordó que el 8 de febrero, ante la indiferencia del Gobierno municipal, cuyo alcalde, Saúl Rubio, había sido enterado de todo esto por los afectados, decidieron denunciar los atentados ante el gobernador Mario López Valdez: “Recuerdo que se le solicitó ayuda humanitaria y apoyo del Ejército para que restablecieran el orden y protegieran a las familias que quisieran regresar. Pero nada pasó”.

El 7 de marzo de ese año fue ultimada a balazos María de la Cruz Arredondo y su hijo de 16 años, en la comunidad de Quintero, mientras dormían. Luego de esto, el 10 de marzo reaparecen los Beltrán Leyva y llegan a la comunidad de Los Laureles, donde incendian 26 de 28 viviendas que hay en el lugar. Los agresores matan además a perros, gallinas, becerros y cuanto animal se les atraviesa, lo que provoca que los vecinos huyan y busquen refugio en Surutato, municipio de Badiraguato.

Mientras, los cuidadores —pistoleros del cártel de Sinaloa— ocupan las comunidades de Las Tapias y Las Mesas de los Parra, se apoderan de los vehículos y queman algunas viviendas.

El 16 de marzo es levantado en Sierrita de los Germán, Felipe Bórquez Avilés. Su cadáver fue encontrado cerca de Guamúchil, cabecera municipal de Salvador Alvarado, el 19. Mientras era velado, sus familiares reciben la noticia de que ha sido asesinado Getrudis Bórquez Vega, padre de Felipe. Los homicidas no permiten a parientes recuperar el cadáver y esto provoca la desbandada de muchos habitantes, la mayoría familiares de los occisos.

Getrudis, de acuerdo con versiones de los lugareños, era de los más viejos y respetados habitantes de Sierrita de los Germán y durante años había sido generoso con muchos, incluidos delincuentes de los Beltrán Leyva, a quienes hoy se les atribuye haberlo ejecutado a él, su hijo y un empleado, cuya identidad se desconoce.

El 7 de abril es asesinado Manuel Gámez Morales, hermano del comisario de Ocurahui. El homicidio fue en Surutato, donde estaba refugiado. En el ataque, dentro de una vivienda que ocupaban provisionalmente, fue muerta también su esposa.

“Ese mismo mes, no recuerdo qué día, pero poquito después de estos asesinatos, son desalojados los habitantes de Casa Grande, La Ciruela y Los Sapotes de los Barraza, donde varias viviendas son incendiadas por los pistoleros, quienes nos acusaron a todos de pasarles información a los de la Sierrita de los Germán, a los Beltrán Leyva, pues”.

En octubre, fue ultimado a balazos y quemado con todo y camión Emilio Soto Domínguez, de la comunidad de El Pinito. En noviembre mataron a balazos a Abel Barraza Meléndrez, quien al parecer se había unido a los delincuentes y fueron ellos mismos los que lo asesinaron.

En febrero de 2013 la misma suerte corren dos vecinos de la Sierrita de los Germán, cuando trabajaban en un plantío: Santiago Pérez Lugo y Ramón Lugo Acosta. El 13 de marzo mueren Teodoro Salmón Azueres y Bladimir Guadalupe Salmón Galaviz, padre e hijo. Teodoro fue señalado como uno de los jefes de los Beltrán Leyva en la zona de Ocurahui y sus alrededores. Ambos murieron en un enfrentamiento con militares en el municipio de Guasave.

Cuentan los que lo conocieron y que fueron testigos de todo tipo de tropelías y abusos, que no festejaron estos asesinatos porque no tuvieron dinero.

Fuego o destierro

Fue el 12 de enero de 2012 cuando células de los Beltrán Leyva ocuparon La Ciénega de los Parra y corrieron a las mujeres. Los homicidas sometieron a los hombres y los obligaron a seguir sus órdenes.

“Un testigo que vio todo desde lo alto, porque es un pueblo rodeado de cerros, vio a hombres vestidos todos de negro y tenían a los hombres apuntando con sus rifles, boca abajo”, señaló José.

Otra célula de este grupo delictivo fue a El Potrero de los Bernal por los hombres, para que se incorporaran a las tareas ilícitas, pero muchos de los vecinos “ya sabían lo que había pasado en otros lugares como Ocurahui, de los asesinatos y las casas quemadas, pero los hombres les decían que iban por ellos, por los que vivían ahí, y que si no se les unían que se salieran de sus comunidades. Todos esos que se quedaron fueron obligados a quemar casas en los pueblos cercanos y los otros mejor se fueron al monte”.

Los sobrevivientes, agregó José, caminaron durante días hasta que llegaron a Surutato, a buscar refugio. Entre los desplazados iban ancianos y niños, mujeres embarazadas y varios enfermos. “Fue una tragedia horrible, oiga”.

En el poblado El Limón los hombres que vivían ahí vieron que a lo lejos se acercaban grupos de pistoleros y se fueron.

¿Dónde están los militares?

Emilia se pregunta y voltea a todos lados. Al techo que tiene como cielo cuando el azul nuboso se lo niega haber sido sacada violentamente por esos grupos armados. Voltea a la pared, a su interlocutor, y a sus vecinas que también fueron desplazadas. Nadie contesta. Una de ellas se encoje de hombros y enchueca la boca.

“¿Dónde está el Ejército? Fueron a Choix cuando hubo enfrentamientos y muchos muertos. Los sacaban en camionetas y los metían a zanjas para que no los encontraran. Ahí se llegó el Ejército, pero ¿por qué no llega a Sinaloa, a Ocurahui, San José de los Hornos, Sierrita de los Germán? Pues no sabemos, no nos lo explicamos ni lo entendemos. Solo sabemos que nadie mete las manos, que no hay gobierno más que el de ellos, los narcos, y que estamos solos”, señaló.

En Choix, recordó, dijeron que eran pleitos entre familias “pero puras mentiras, que por tierras, todo esto no es cierto. Fue pleito entre grupos de delincuentes y allá sí mandaron al Ejército”.

Insistió en que no solo debe intervenir la milicia, sino instalar un cuartel en la región, como lo hizo en Surutato y otras zonas conflictivas de la entidad.

Único enfrentamiento

El único enfrentamiento directo que ha habido entre ambos grupos delictivos, del cártel de Sinaloa y de los Beltrán Leyva, fue en la zona alteña de Sinaloa. Las huestes del Chapo Guzmán sufrieron dos muertes y cuatro sus enemigos. Entre los occiso están Marcial Bórquez Germán, de alrededor de 34 años, de los Beltrán Leyva.

“Han dicho que hubo muertos en enfrentamientos, pero no es cierto. Los narcos de ambos grupos han entrado a estas comunidades y los han asesinado. Son ejecuciones, nomás”, cuenta uno de estos vecinos que ha sobrevivido a las balas, el fuego y los desplazamientos.

Del lado del cártel de Sinaloa, los occisos fueron identificados como Guillermo Soto Domínguez y Abel Barraza Herrera, del grupo de los llamados cuidadores. La refriega fue en Ocurahui, en diciembre de 2012 y Abel Barraza es decapitado y su cabeza tomada como trofeo por los sicarios. Los cuatro muertos que pertenecían a la banda de los Beltrán Leyva son también, en respuesta, decapitados.

Estos cuatro cadáveres fueron dejados en el lugar y algunas de las fotos expuestas en las redes sociales. Los homicidas no permitieron que se los llevaran.

Entre el delito y el delito

Emilia no sabe qué es peor: pertenecer a un grupo delictivo o no enrolarse en actividades ilícitas. No sabe y lo sabe. Y de sobra. Los que se involucraron con un cártel u otro fueron igualmente abatidos a tiros y el resto tuvieron que huir. Entre los narcotraficantes y la desolación y el destierro, no hay puntos intermedios puesto que no hay militares ni gobierno, tampoco salvación.

Ahora ella está ahí, en una ciudad cercana al municipio de Sinaloa, pero lejos, muy lejos de recuperar sus esperanzas.

“Los cuidadores nos iban a proteger y terminaron matando a la gente del lugar, y los otros que quedaron vivos fueron asesinados o desterrados por los narcos del bando contrario. ¿Y uno qué? Uno trabaja, vive de a poco, al día, apenas. Sin deberla ni temerla, pero con el miedo oiga, con un miedo a todo: a regresar, a quedarse aquí, a salir o quedarse dentro. Al Ejército y la Policía. A todo. Y con este miedo, pues no hay vida”.