Río Doce/Javier Valdez.- Reportan un asalto. La radio de la Policía avisó a las patrullas que estaban cerca. Informaron de un agente muerto. El comandante, que iba en la patrulla que acudía al lugar, gritó chingada madre y estrelló su puño cerrado contra el tablero de la camioneta.
Uuu. La patrulla se abrió paso. Llegaron al ocso y vieron al poli con el fusil automático, boca arriba y con la mancha de sangre bajo cabeza y espalda: la mano en la cintura, cerca del arma, y la otra desparpajada, como esa mirada de párpados a medias, opaca y náufraga.
El comandante no perdió mucho tiempo al ver a su compañero tirado en el estacionamiento. Caminó abriendo el compás de sus piernas. Llegó hasta la caja del negocio y sin más preguntó cómo eran, cuántos, en qué iban y hacia dónde. La joven lo miró con los ojos de platillo volador. Trastabilló al hablar. Eran tres. Se fueron hacia allá.
El comandante llevaba el erre quince terciado y al hombro. Su escuadra a medio muslo. Fornituras por todos lados. Cargadores en las bolsas del chaleco y muchos cartuchos en ellos, a falta de cananas. Alto, de voz de caverna y las arrugas del entrecejo cortadas por tanto pelo y rabia y dolor.
Vamos, no deben estar lejos. No fue necesario que todos escucharan la orden para que entendieran que tenían que subirse a la patrulla rápido, cortar cartucho y botar el seguro. Y darse cuenta que empezaban la persecución para dar con los asaltantes. Por la radio avisó cuántos eran y qué rumbo habían tomado. Otras tres patrullas se unieron al operativo. Por la radio las voces se cortaban, brincaban los niveles y explotaban los sonidos de la respiración: era la frecuencia del perro herido la que se escuchaba: fiera toreada y sobre la presa, acorralando, afilando garras.
Como un fogonazo sobre la oscura bóveda celeste, avisaron que los tenían. Dónde, dónde. Brincaba la voz del comandante. Le dieron la ubicación y chirriaron dientes y llantas. Cuando el comandante llegó los tenían desarmados.
Bajó y el fusil rebotaba en su pecho. Se acomodó el chaleco antibalas y las fornituras y acarició la culata de la escuadra para asegurarse que seguía ahí, viva y en espera. Preguntó a los asaltantes quién es el jefe. Uno de ellos se apuró y gritó un orgulloso yo. Eran sicarios desempleados y venidos a menos. Jauría en procesión del mal.
Por qué lo mataste, preguntó el oficial. El asaltante sonrió burlón. Le dijo que todos los polis eran mierda pero que a él le gustaba llamarlos cucarachas. Por eso lo maté. Y porque yo mando. El comandante hizo señas para que lo separaran.
Frente a una barda y sin gente fuera de las casas. También soy el jefe. Sacó la escuadra y le apuntó a la cabeza. Jaló dos veces. Y luego el silencio. Y luego nada.
2 de julio de 2013.
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