Abuso sexual de clérigos
Legado de silencio: abuso sexual de clérigos en el Bajío mexicano
Silvia era una católica devota. Abandonó su fe tras ser víctima de abuso sexual por parte del clero en dos ocasiones en Michoacán y Jalisco.

Rodolfo Soriano-Núñez/Los Ángeles Press
Silvia era tan devota a la Iglesia Católica intentó ser monja y estuvo dispuesta a dedicar incontables horas como voluntaria en su parroquia.
Su confianza fue destrozada por un sacerdote que trató de cometer abuso contra ella y que, al no lograrlo, trató de desacreditarla.
Por Rodolfo Soriano-Núñez
Silvia, la protagonista del texto de hoy, todavía se identifica como una mujer de fe, ya no católica, pero como una mujer de fe que, desde muy temprana edad, sufrió el contradictorio “consejo” de un sacerdote que le “advertía” que no permitiera que nadie le tocara sus partes íntimas, mientras él mismo introducía a la fuerza sus dedos en los genitales de Silvia mientras, supuestamente, la confesaba.
El sacerdote responsable del primer abuso contra Silvia aún recibe elogios en las redes sociales mexicanas. El nombre de Javier Ochoa Vaca aparece como una celebridad local, merecedora de elogios y reconocimientos en redes sociales de personas vinculadas a Yurécuaro, Michoacán, donde pasó sus últimos años.
Silvia no lo hace. Para ella, la experiencia fue, por decir lo mínimo, traumática. Al repasar su caso durante una breve entrevista por WhatsApp, recalca repetidamente el dolor que los dedos del sacerdote le infligieron en sus partes íntimas. Cómo durante días, semanas, tuvo que lidiar con las ideas contradictorias del sacerdote advirtiéndole no dejar que nadie hiciera lo que él hizo al final por fuerza, por no mencionar el dolor físico.
«En ese entonces no era consciente de lo que me había sucedido ese día, cuando el padre Ochoa Vaca me lastimó. Sólo recuerdo que fue muy doloroso. Tuve un dolor intenso durante varios días. Me dolía al orinar o al asearme.
«No podía entender que se tratara de abuso sexual. Fue sólo cuando empecé a escuchar sobre otros casos, más o menos al mismo tiempo, que entendí lo que me había pasado.
«Para ser honesta, nunca había hablado. Fue sólo después de hablar con mi hermana mayor que me contó que había pasado por una experiencia similar cuando tenía 7 años, como yo en el momento del ataque, aunque para ella fue más difícil porque Ochoa Vaca le miraba fijamente el pecho.

«Luego hablé con mi otra hermana y la situación fue prácticamente igual: cuando tenía 7 años, el mismo Ochoa Vaca buscaba una excusa para tocarle el torso, los pechos.
«Ahora, las tres mayores de 40 años, compartimos nuestras experiencias y nos damos cuenta de que no pudimos hablar del tema, ni siquiera nosotras, tres hermanas de edad similar. Nos lo guardamos para nosotras mismas, en silencio.»
Dejar la Iglesia
En ese sentido, el texto de hoy no es de una realidad propiamente nueva ni única, pero es relevante. Es uno de los muchos casos que no han sido reportados ni siquiera en los medios de comunicación durante décadas, y probablemente siglos.
A pesar de la educación de Silvia y un período de intensa participación en la Iglesia Católica, que la llevó a desear ser monja, ahora se identifica como cristiana y víctima en dos ocasiones de abuso sexual por clérigos.
Primero, en 1992, cuando aún era una niña pequeña, justo después de su Primera Comunión, a manos de Ochoa Vaca, y luego, cuando encontró alegría en la experiencia de una fe compartida en una parroquia de la diócesis de San Juan de los Lagos, Jalisco, México, desde 1999 y en los primeros años de este siglo.
Ochoa Vaca murió tres años después del ataque a Silvia, en 1995. Incluso antes de la era de internet, había una sobreabundancia de buena voluntad hacia él y su memoria. En 2001, una revista local, que aún se imprimía en papel, publicó uno de sus poemas con una breve biografía y una portada con una foto suya en traje de vestir, probablemente de finales de los ochenta o principios de los noventa, como era costumbre en México hasta mediados de los noventa, cuando se abrogaron las restricciones al uso de hábitos y sotanas en público.
El poema es una exaltación común de las virtudes de la vida en las pequeñas comunidades del Bajío mexicano, profundamente devoto, donde el catolicismo mexicano sobrevivió a los años de conflicto sordo con el gobierno que desembocó en la guerra civil de 1926-1929, conocida en México como la Cristiada o Guerra Cristera.
El poema, de rima fácil, combina referencias a la belleza natural del entorno, por lo que es uno de los favoritos de los nacionalistas locales, incluso si no son católicos devotos, ya que exalta a México, la patria chica y la belleza local.
Pero también tiene una estrofa donde el sacerdote celebra la belleza de las mujeres de Yurécuaro, que acaso revelan a pista de sus pensamientos íntimos.

Un libro más reciente, impreso en papel y en PDF en 2016, recopila el mismo poema, junto con poesía local similar sobre esa población del estado de Michoacán. Está disponible aquí.
El mismo poema aparece una y otra vez en las publicaciones de Facebook de mexicanos que viven a ambos lados de la frontera entre Estados Unidos y México, ya sea cuando regresan a Yurécuaro o cuando la nostalgia de no poder volver provoca una angustia que sólo participar en redes sociales alivia.
Si uno sigue los mensajes que celebran el sacerdocio de Ochoa Vaca, queda claro por qué Silvia prefiere permanecer en el anonimato, una de las muchas sobrevivientes de abuso sexual por parte del clero, conscientes de las consecuencias que ellas o sus familiares enfrentarán en pequeños pueblos de México, o en los grupos de Facebook donde participan personas con vínculos con Yurécuaro, la diócesis de Zamora o Michoacán en general.
Hay publicaciones que datan de hace cinco o diez años y hablan de cómo ofició sus bodas, bautizó a sus hijos o hijas, o incluso ofició los funerales de un ser querido.
Dado que Ochoa Vaca, el primer sacerdote que la atacó ya falleció, y que los ataques posteriores han prescrito y que ella ya rehízo su vida, pero su familia reside en las cercanías de San Juan de los Lagos, prefiere permanecer anónima, identificándose únicamente como Silvia, un seudónimo.
Romper el silencio
Pertenece a una categoría relativamente nueva de mujeres sobrevivientes de abusos sexuales por parte del clero que se presentan para contar lo sucedido tras la publicación de numerosos casos, pero con pocas o ninguna posibilidad de que se traduzcan en un caso judicial, ya sea por los marcos legales que hacen casi imposible dicha transición o porque, debido a la dura prueba de un intento formal, no están dispuestas a lograr justicia.
Esta “nueva” clase de sobrevivientes solo es nueva en el nombre. Probablemente existan desde hace siglos, pero han optado por guardar silencio. Lo hacen por las graves consecuencias que se derivan de denunciar públicamente a sacerdotes católicos, y más aún cuando intentan hacerlo en un contexto formal.
En esta esta “nueva” categoría muchas son monjas y exmonjas que dan cuenta de cómo, por lealtad a su Iglesia o porque las superioras de sus congregaciones las obligan a hacerlo, guardan silencio durante años. A principios de este año, como parte de esta serie, Los Angeles Press publicó un libro titulado Romper el silencio, sobre la desgarradora experiencia de una monja mexicana, originaria de Chiapas, que sufrió repetidos abusos en ese estado y cerca de la Ciudad de México. El libro se puede descargar a través del enlace a continuación.

Esto no es una exageración. Es posible afirmar que casos como el de hoy han ocurrido durante siglos, ya que contamos con datos provenientes de los registros de la Santa Inquisición.
Sea en la Ciudad de México, Lima, Perú o Sevilla, España, se encuentra un registro de tres siglos de abusos contra mujeres, tanto laicas como religiosas, sin castigo efectivo para los perpetradores, como es el caso actual.
Silvia contiene la respiración y luego narra su segunda experiencia con el abuso sexual por parte del clero.
«Aunque esa experiencia me dolió mucho, con el tiempo me mudé de donde vivía en Michoacán a La Ribera, en Jalisco. La mayoría de mis parientes paternos son de ahí».
Silvia reflexiona sobre la profunda identidad católica de sus familiares en La Ribera, una comunidad que ya formaba parte de la diócesis de San Juan de Los Lagos. La Ribera y Yurécuaro son comunidades gemelas separadas apenas por el límite que también separa a los estados de Jalisco, donde está La Ribera y Michoacán, donde está Yurécuaro. Los límites son básicamente similares entre las diócesis de Zamora (Michoacán) y la de San Juan de los Lagos (Jalisco), como lo muestra el mapa que aparece después de este párrafo.

A pesar de llevar el nombre de San Juan Bautista, patrono de la diócesis, la principal devoción religiosa en la región es una pequeña imagen de María, madre de Jesús, de poco menos de 34 centímetros de altura.
La basílica de Nuestra Señora de San Juan de Los Lagos es el segundo santuario mariano más visitado después del de Nuestra Señora de Guadalupe en la Ciudad de México. Juntas, ambas basílicas movilizan a más de 21 millones de visitantes al año, según datos de 2009, los más recientes disponibles, recopilados por la Secretaría de Turismo de Jalisco para promover este tipo de turismo en San Juan de los Lagos.
La presencia de Juan Pablo II en San Juan de los Lagos, en 1990, durante su segunda visita pastoral a México, impulsó la devoción, al legitimar las reivindicaciones de martirio de clérigos y laicos locales, quienes serían canonizados diez años después por él en la Plaza de San Pedro de Roma.
Uno de los así 25 llamados Mártires Cristeros fue el sacerdote Pedro Esqueda Ramírez, originario de San Juan de los Lagos. Su imagen y las de otros mártires cristeros frecuentemente aparecen en iconografías que los celebran y recuerdan. Las imágenes que aparecen después de este párrafo provienen de dos números distintos del boletín diocesano donde él y otros aparecen.

La familia de Silvia se dedicaba entonces a vender artículos religiosos católicos.
Renacimiento de la fe
Recuerda cómo, aunque se alegraban de tenerla cerca, como parte de los numerosos negocios familiares dedicados a este tipo de comercio, y ansiaban que se uniera a las actividades religiosas, ella dudaba en asistir a los servicios regulares, pues aún sentía las cicatrices y la confusión de su experiencia de niña.
«Tenía mucho miedo, recuerda, asistía a misa, pero nunca me confesaba y siempre estaba cerca de mis amigas más cercanas. En aquel entonces, tenía mucho miedo, pero poco a poco, pude ver que los sacerdotes eran muy buenas personas, o al menos eso me pareció. Y los seminaristas aún más. Fue entonces cuando me sentí a gusto.
«Me uní a un grupo de jóvenes y fui a misiones con unas religiosas. Me sentí muy feliz. Tenía entre 13 y 14 años. Antes de cumplir 15, decidí unirme a las clarisas. Fui a una casa cerca de Toluca. Y fui feliz. Me considero profundamente religiosa; siempre he creído en la existencia de un Ser Supremo».
Silvia no lo menciona, pero eso ocurrió precisamente en la época en que el Bajío bullía de fervor religioso, una especie de renacimiento de la fe, derivado de la canonización de los 25 Mártires Cristeros.
Silvia no encajaba bien con las estrictas y siempre desconfiadas clarisas; allí había problemas con su comprensión de la disciplina, pero parece guardar buenos recuerdos de su tiempo en el llamado aspirantado, una comunidad para jóvenes que quieren descubrir, o discernir en el lenguaje de la Iglesia Católica, si la vida religiosa es para ellas.
Tras dejar el aspirantado de las clarisas cerca de Toluca, cuando Silvia tenía 17 años, regresó a La Ribera. Era 2002 y su madre había fallecido recientemente, por lo que se encontraba sola y vulnerable. Aunque la familia de su padre profesaba identidades y lealtades católicas, él era el arquetipo de padre mexicano: ausente y distante, en la práctica, ella estaba sola.
En ese momento, se reincorporó a un grupo juvenil local donde realizaba mucho trabajo voluntario, no remunerado, para la Iglesia. Entre sus tareas solía asistir a un sacerdote joven y recién ordenado, Jaime Antonio Gutiérrez Muñoz.
Perder su religión
Aunque las interacciones parecían agradables y respetuosas, había muchas insinuaciones. Una que quedó grabada en la memoria de Silvia son las muchas veces que él, un joven sacerdote, le preguntaba a ella, una adolescente voluntaria en el grupo juvenil de la parroquia, si «ya había perdido a su novio».
Lo que perdió nunca se explicaba. Quedaba insinuado, en el usual uso impreciso del español de México cuando se trata de hablar de sexualidad. Ella desviaba la insinuación, diciéndole al sacerdote que no tenía novio porque “aun no estoy en edad”.
Silvia repasa lo que hacía como voluntaria allí. Al hacerlo, recuerda cómo trataba de ver las insinuaciones como nada más que una broma, pues “siempre me la pasaba en la parroquia».
«Le ayudaba a él y a otros sacerdotes, como José Luis Tapia Narváez, a armar un periódico para la parroquia. Yo hacía algunas tareas administrativas para ellos: atender llamadas, agendar peticiones de intenciones para las misas, cuadrar las cuentas o programar citas con los feligreses, e incluso contar el dinero recaudado en las cajas de limosnas.
Silvia recuerda cómo la intensidad de las “bromas” aumentó con el tiempo, haciéndola sentir cada vez más incómoda. En cierto momento, la insinuación pasó de ser una vaga pregunta sobre “perder” a una proposición que, de todos modos se ajustaba a la vaguedad común al español de México:
«Si no te has perdido con tu novio, puedes perder conmigo en cualquier playa a la que quieras ir”. Fue entonces cuando me asusté. Así que fui con el padre Beto (familiar para personas llamadas Alberto o Roberto en el español de México), y me dijo que me encerrara en el cuarto que ocupaba para hacer el trabajo como voluntaria para ellos».
Sus recuerdos de su vida en aquel entonces, hace más de 20 años, continúan: «un día, después de la misa, el padre José Luis Tapia Narváez me besó en la frente. Se me hizo muy extraño, y más porque me sobó los hombros de una manera tan extraña que sentí que se compadecía de mí, como si dijera “¡Pobrecita!”».
Silvia explica: «acababa de morir mi mamá. O eso pensé en ese momento. Pero fue muy raro, así que ya me tenía que cuidar tanto del padre Jaime Antonio Gutiérrez Muñoz como del padre Tapia Narváez».
De acuerdo con la información que ha sido posible recabar, Gutiérrez Muñoz registró como fecha de nacimiento el 3 de febrero de 1968, por lo que tenía poco más de 30 años cuando ocurrieron los hechos. Había sido ordenado en mayo de 1998.
Los datos para ambos sacerdotes, como aparecen en las páginas 27 y 10, respectivamente del directorio de la diócesis. La portada de ese directorio aparece luego de este párrafo como imagen.

Tapia Narváez, por su parte, recién regresaba de una estancia en Cintalapa, Chiapas, aunque no ha sido posible fijar con precisión en qué condiciones estuvo en ese municipio de Chiapas que correspondía a la entonces diócesis de Tuxtla Gutiérrez, ahora arquidiócesis. Él aparecía con fecha de nacimiento del 26 de septiembre de 1963, por lo que al momento de ocurrir estos hechos rebasaba los 35 años. Había sido ordenado en mayo de 1993.
«Llegó un día en que Gutiérrez Muñoz entró en la oficina donde trabajaba. Supuestamente a entregarme los nombres de las amonestaciones (matrimoniales), para añadir un pequeño anuncio en el periódico.
«Y, ahí de nuevo, me dijo: “Si no has perdido con tu novio, podrías perder conmigo… Y ahora mismo, que estamos solos…”».
Tu palabra contra la de un sacerdote
Entonces, recuerda Silvia, «se me lanzó encima. Me empezó a tocar y me arrancó parte de mi ropa. Salí de ahí muy asustada y me puse un suéter porque mi blusa estaba rota de los botones que arrancó al tratar de agarrarme».
«Lo único que pude hacer fue ir a la presidencia municipal. Allí estaba un delegado del gobierno municipal. Le conté lo que me acababa de pasar con el sacerdote y enseguida dijo que no podía hacer nada».
«Dijo que era mi palabra contra la del padre y que seguro yo estaba echando mentiras, porque era menor de edad y no me acompañaba un adulto».
Silvia relata cómo este delegado la trataba como si fuera una prostituta, a pesar de que le pidió ayuda mientras él estaba en la presidencia municipal y ejercía cierta autoridad como delegado. El delegado afirmaría, más tarde, públicamente, que Silvia era promiscua, manteniendo relaciones simultáneas con varios hombres, cuando no había tenido alguna.
En este punto, el tono de Silvia se vuelve sombrío, y es imposible no pensar en cómo su experiencia resuena con la de muchas otras sobrevivientes de abuso sexual por parte del clero que son revictimizadas por funcionarios gubernamentales cómplices que no están dispuestos a hacer lo necesario en estos casos.

«Desde ahí comprendí que nadie me creería. Por eso ya nunca volví a decir nada. El sacerdote que me agredió, Jaime Antonio Gutiérrez Muñoz, empezó a levantar falsos.
«Dijo que estaba robando dinero de las candidatas a reinas de las Fiestas Patrias a beneficio de la parroquia. En ese momento, yo ayudaba a una de las jóvenes que aspiraba a ser la reina de las fiestas. Era famosa y conocida allí, ya que su familia tenía una banda musical.
«Cuando Gutiérrez Muñoz dijo eso de mí, la mamá de la candidata a reina dijo que eso era mentira porque ellas se quedaban con las cajas y que yo sólo las acompañaba pero jamás cargaba las cajas».
Gutiérrez Muñoz intentaba desacreditarla, acusándola de robar dinero destinado a la parroquia local, convirtiendo a Silvia en una enemiga de la parroquia en general.
El juego de la culpa
Gutiérrez Muñoz parecía necesitar una excusa para explicar por qué Silvia ya no era voluntaria en la parroquia, luego de que había trabajado en la oficina desde 1999, cuando regresó a su casa luego del período de “discernimiento” como aspirante con las clarisas.
Años después, en 2007, inició una relación con un hombre, pero dudaba en cumplir con las formalidades de una boda por la Iglesia Católica. Sin embargo, sus suegros no estaban dispuestos a ceder, así que accedió a celebrar una boda católica para evitar más conflictos con su esposo.
La presión aumentó cuando finalmente aceptó bautizar a su hija. Aceptó, pero impuso restricciones a la confesión. Le pidió a su esposo que estuviera cerca de ella y que no usaría el confesionario. Su esposo ya conocía algunos aspectos de la situación, no todos los detalles, ya que le causaba dolor y sufrimiento, pero la apoyó.
Sería en 2018 cuando, tras repasar su propia relación tensa con el catolicismo, decidió abandonar la Iglesia y unirse a otra denominación.
El primer caso de abuso, cuando Silvia era una niña de 7 años, ocurrió en la diócesis de Zamora, durante el mandato del difunto obispo José Esaúl Robles Domínguez (1974-1993).
El segundo caso de abuso ocurrió en la diócesis de San Juan de los Lagos, Jalisco, durante el mandato de Javier Navarro Rodríguez. (1999-2007) mandato allí. Es el actual obispo de Zamora, Michoacán.

Al 27 de agosto de 2025, Navarro es uno de los ocho obispos mexicanos mayores de 75 años que siguen en el cargo. Dos de ellos son los cardenales y arzobispos de Guadalajara, el cardenal José Francisco Robles Ortega. El otro es el arzobispo de la Ciudad de México, Carlos Aguiar Retes.
Entre los otros seis, uno es Navarro Rodríguez, actual jefe de la diócesis de Zamora, en el estado occidental de Michoacán. Nació el 27 de octubre de 1949, por lo que cumplirá 76 años en poco menos de dos meses.
Navarro es una figura clave de la Iglesia católica mexicana. Fue ascendido a obispo de San Juan de los Lagos en 1999, tras siete años como auxiliar de Guadalajara, Jalisco, donde fue promovido primero por Juan Jesús Posadas Ocampo, un cardenal ya fallecido que murió en lo que el gobierno mexicano calificó como una ejecución. Confusión en mayo de 1993 en el estacionamiento del Aeropuerto de Guadalajara.
Durante un tiempo, fue percibido como un posible heredero de esa sede, la joya de la corona de la Iglesia católica mundial, ya que el seminario allí se jacta de ser el que tiene la mayor población estudiantil (541 estudiantes), según la compilación de los datos del Annuario Pontificio hecha por el sitio GCatholic.
Sin embargo, sería Juan Sandoval Íñiguez, entonces obispo de Ciudad Juárez, Chihuahua, quien obtuvo la preferencia de Girolamo Prigione, el entonces nuncio en México.
Navarro Rodríguez siguió siendo una figura influyente durante el mandato de Sandoval Íñiguez en Guadalajara. Cuando San Juan de los Lagos, una de las diócesis sufragáneas de Guadalajara, estuvo disponible, obtuvo el ascenso allí y luego a un destino privilegiado para los obispos mexicanos: Zamora.
En un texto previo de esta serie dedicada a los casos en Ciudad Juárez, donde Juan Sandoval Íñiguez fue obispo se consideró el caso del actual obispo de Zamora, Navarro Rodríguez. Ese texto está enlazado después de este párrafo.

