Javier Valdez/Malayerba/Río Doce
El abogado recibió la llamada de un comandante de la policía, con quien tenía cierta confianza. Me urge, licenciado. Me urge verlo. Es que detuvieron a mi jefe. Ay, cabrón, respondió. De acuerdo, nos vemos en diez minutos en mi despacho. Es el tiempo que hago en llegar. Ahí estaré.
El abogado llegó espantado. Qué fue lo que pasó, cuéntame. El comandante traía la cara brillosa y sonrojada. Parecía que no había dormido. Conjuntivitis, temblor en las manos, abotagado y con una prisa que más bien parecían ansias. Detuvieron a mi jefe, lic. Lo detuvieron. Resulta que le cayó el ejército a una de sus casas y cuando supe fui para allá pero como que los militares me identificaron. Me dijeron: lárgate a la chingada, ahorita va a haber balazos y si te quedas, te toca.
Pero cómo, preguntó el litigante. Me estás diciendo que detuvieron al director de la policía, verdad. No, mi lic. Claro que no. Detuvieron a mi jefe, al mero mero, al patrón. Y quién es ese. Pues el Mochomo. Le cayeron a su casa, en la madrugada. Nada pudo hacer, ni sus pistoleros. Qué hago, licenciado. Le dijo, rogando. Nada, qué vas a hacer. Si era tu jefe y lo detuvieron y los militares te ubican, pélate de la ciudad. O del país. Yo ahí, de plano, no puedo hacer nada por ti, comandante.
No se fue. Sintió que todavía faltaba mucho para que pasaran otras cosas, que quizá al jefe lo liberarían después de una negociación o habría algún canje. Se tranquilizó y volvió a la policía. Todos los agentes sabían para quién trabajaba pero no era el único que tenía un jefe que no era el de la policía. Pero había bandos, grupos al acecho, grietas abiertas que supuraban pus, sanguaza, heridas de guerra, cuentas por cobrar. Algunos se miraban de reojo. Se medían a distancia. Se zorreaban y perseguían y vigilaban de lejos: escupitajos al paso, patadas en los tobillos, mirillas que se sostenían mientras alguien esperaba la orden de jalar el gatillo.
Él, que había sido de un grupo de elite y que realizó fuertes operativos, en los que aprovechó para abusar de mujeres y quedarse con carros y dinero ajeno, se sentía seguro, arropado en esa maraña de complicidades. Colas largas y cortas, de los comandantes y jefes de grupo de la policía, se pisaban y machacaban en los pasillos de la corporación. Pero él no la sentía tan larga. A mí me la van a pelar.
Un día después salía de la corporación. Lo interceptaron. Te llama el jefe: el jefe de ellos que no era de él. Se lo llevaron a él y otros dos. Aparecieron dentro de un carro, con las piernas cercenadas, lesiones de tortura y bala, cientos de casquillos de cuerno y una serpiente coralillo decapitada. Junto a ellos un mensaje: por traidor, corriente y cobarde.