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Cortesía/Río Doce/Alfredo López Reyna.

La relación establecida entre los miembros de todo grupo humano, tiene como premisa la existencia de un vínculo que los cohesiona. Ese vínculo puede ser diverso: por lazos de sangre, lengua, afinidad de ideas, pensamiento, actividad o propósito; pero también, por asociación con interés temporal o permanente, etcétera; es decir, a ese conjunto de comportamientos, lenguaje o actitudes con que se conduce el individuo, grupo o conjunto de personas, frente a otros, es lo que se denomina idiosincrasia.

A través de la idiosincrasia, es posible la identificación de la similitud de comportamientos y costumbres sociales que se encuentran enraizadas en una sociedad, que constituyen su historia, reproducen patrones y amalgaman las conductas, con que se construye la realidad cotidiana de la comunidad.

Mientras esos comportamientos y costumbres sociales, contribuyan al desenvolvimiento armónico de la sociedad, sin que haya riesgo o peligro para los miembros del colectivo humano, su normalización vendrá a fortalecer la estructura cultural sobre la que finca su desarrollo; en cambio, la normalización de actos, creencias o valores que atentan contra ese desenvolvimiento armónico y el desarrollo social y que pueden constituirse en una subcultura, generan en consecuencia, un desequilibrio en la comunidad; pero también, son capaces de influir en la formación o ser parte de la idiosincrasia. Es la normalización de esa subcultura.

Estos actos, creencias, valores y comportamientos contrarios al orden público, que poco a poco han ido permeando el entramado social, que de manera deliberada penetra la cotidianeidad, generalmente, sobre la base de una estructura de poder y control, que impacta al individuo o a toda la comunidad, que le causa o pone en peligro de causar daño, lesiones, muerte, daño psicológico, trastornos del desarrollo o privaciones; es lo que la OMS ha definido como violencia. Toda violencia, supone de forma ineludible el ejercicio de un poder determinado.

La violencia como estudio teórico tiene un origen multicausal, en el que las distintas formas de poder, en menor o mayor medida son propiciadores; entre los que podrían destacarse la violencia generada por el poder político y la ocasionada por el crimen organizado, siendo esta última, la que produce una percepción de mayores efectos y consecuencias en la sociedad, por la brutalidad con que se presenta; claro, sin omitir el papel legitimador, que en gran medida, tiene la sociedad a través de la omertá, donde la impunidad es causa y consecuencia.

Aunque hay quienes sostienen, como la filósofa y socióloga alemana Hannah Arendt, que el poder y la violencia son opuestos, se contradicen, pero coexisten de manera dialéctica, que la violencia no entraña al poder; y al ser considerada como ejercicio de poder, la violencia logra institucionalizarse y legitimarse, al grado tal que puede transformarse en una forma de legalidad de este. Sin embargo, de ninguna manera la violencia produce poder; es decir, no puede construirlo; pero sí, su desbordamiento en la forma o magnitud puede desarticularlo.

Vivimos en medio de una violencia asentada en todos los estratos sociales; que permeó toda actividad: social, política, cultural y económica; la educación misma se ejerce mediante una violencia simbólica, al imponer conocimientos y enseñanzas conforme a un statu quo, y lo hace a través del uso de una pedagogía que crea una narrativa y reproduce una realidad conforme al deseo y conveniencia de quien ejerce el poder, para la construcción de un entorno ideológico determinado.

Es de pleno conocimiento, no de ahora, desde hace tiempo, que el incremento de la violencia como consecuencia de la penetración de la delincuencia organizada en las esferas de poder del Estado, ha roto el equilibrio social tan necesario para lograr la armonía y tranquilidad de la sociedad; en cambio, ahora, la violencia es calificada, porque la fuente generadora tiene calidad específica o goza de la connivencia de quienes la poseen, originándose así una percepción de que la violencia empieza a normalizarse o se actúa ante una ilusión de la transparencia.

La violencia penetró los hogares y la familia está padeciendo sus estragos. Los cambios que están sucediendo en la sociedad en general, y más en la nuestra los últimos tiempos, en que estábamos convencidos que la paz y tranquilidad habían echado raíces profundas en el entorno social, que aquellos tragos amargos vividos en décadas pasadas, ya eran cosas del pasado, casi olvidadas, hasta que despertamos del dulce sueño y volvimos a la realidad, nos dimos cuenta, que sólo era fantasía.

Quisiéramos que de manera urgente fuera posible el cambio de forma de vida, como si bastara el sólo deseo y de inmediato por arte de magia se diera, cuando varias décadas forjaron nuestra idiosincrasia, que ahora anhelamos sepultar o modificar; pero en estos momentos, si preguntáramos sobre el origen o responsable de la brutal violencia que estamos padeciendo, responderíamos así, como en la comedia, ¡Fue Fuenteovejuna!

Artículo publicado el 13 de octubre de 2024 en la edición 1133 del semanario Ríodoce.