Ring. El teléfono de la central de policía, ce cuatro. A sus órdenes, cuál es su emergencia. Del otro lado se escuchó la voz de una mujer moqueando. Gritó y sollozó. Les dijo que se estaba quemando un carro, por la carretera, al norte de la ciudad. Que fueran rápido y también los bomberos y la Cruz Roja. Nos atacaron, oiga. Nos dispararon. Mi esposo está dentro. Apúrense por favor.
El oficial le dijo que se tranquilizara. Le pidió los datos, pero solo alcanzó a anotar la ubicación porque la mujer colgó intempestivamente. Tomó el aparato y lanzó un eseoese: a todas las unidades, emergencia. Con claves, avisó del ataque y el peligro que corrían las personas que estaban en el lugar. Luego tomó el teléfono y llamó a los bomberos y a los socorristas.
Él mismo se sintió alterado. La voz de esa desconocida seguía sonando dentro de sus cartílagos. El llanto, la desesperación en esas palabras amontonadas y convincentes. Pensó ojalá que las patrullas lleguen a tiempo, que rescaten a los heridos, que no muera nadie. Apuró a los bomberos. Ya iban en camino dos camiones-bomba y el cuerpo de rescate. Miró el reloj. Tres aeme. La madrugada caía sobre los capacetes de los carros y la brisa marina adelantaba un invierno que entraba y salía, pero no se animaba a llegar.
El silencio del naciente día se rompió con el ulular de patrullas. Al sonido de sirenas de la policía se sumó el de los bomberos, con un uuu más prolongado y seco, y luego el de una ambulancia. A esa hora cualquier sonido rompe la solemnidad de sábana negra del oscuro amanecer. Sonidos y luces. Luces y sonidos. El paso de unos por las calles otrora silentes despertó a varios. Los agentes llegaron primero e intentaron abrir el automóvil que se quemaba y cuyas llamas se extendían para alcanzarlo todo. Dentro, en el asiento del conductor, una silueta inmóvil.
Los bomberos llegaron y parecían traer el tiro arriba: sus mangueras empezaron a lanzar agua casi en cuanto bajaron de los camiones. Apagaron rápido el fuego y para entonces ya estaban los socorristas esperando el momento de auxiliar al o los heridos. No había nadie más en el lugar. Ni siquiera los mirones asomándose a lo lejos. Cuando por fin apagaron y abrieron el carro, tomaron el cuerpo duro y arrugado. Y abajo, en el piso, con las luces de los vehículos, se dieron cuenta que era un maniquí.
A siete kilómetros de ahí, un comando de sicarios avanzaba entre las casas de un fraccionamiento. Con fusiles calibre cincuenta, antiblindaje, y siente punto sesenta y dos, quebraron, perforaron, rasgaron todo, incluso a un niño de dos años, un hermano y su padre.
Los vecinos llamaron y llamaron al cero sesenta y seis. Sí respondieron, pero nadie acudió.
Columna publicada el 25 de agosto de 2019 en la edición 865 del semanario Ríodoce.