Gloria los veía ahí, en la banqueta: sentados entre los árboles, mudando a los escalones del edificio de enfrente, con una botella de agua que para mediodía estará caliente, con radios de intercomunicación y teléfonos celulares, mirando. Nomás mirando, ladrándole al horizonte, husmeando el chapopote, olisqueando entre mofles y escupitajos, perros meones y miradas nebulosas.
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Ella vivía en una casa de dos pisos, en ese barrio. Los vecinos apenas se asomaban. Acaso un buenos días, de lejos, con la ceja levantada y una mano seca que sacuden a distancia. Muchos carros, un semáforo, un triste parque sin juegos infantiles, un pequeño supermercado en la esquina, una polvareda, un sol inclemente y abusivo, y el monóxido de carbono que se cuela sin permiso, salpica de hollín invisible, irrita los ojos y apesta las prendas.
Quédense aquí, les dijo el jefe. Lo llaman comandante. Es el que los manda, el que paga y también el que castiga. No se muevan, cabrones. Pobres de ustedes que se me descuiden, se duerman o se vayan. Gloria los ve con desconfianza, primero. Pero luego luego empezó a experimentar cierta ternura al verlos agazapados en los rincones del vecindario, contando dinero y pasando reportes.
Allá van dos voladoras del ejército, pasaron tres camiones de la marina. Van por la avenida, de sur a norte. Truchas, ahí van los de la federal. Se oye por el equipo de intercomunicación. Leen a través de los teléfonos celulares. Son dos. Pueden ser Kevin y Brayan, o Juan y Pedro, o Sergio y Raúl. No pasan los 17 y uno de ellos ya es papá. Gloria los ve y si puede les da agua con cubos de yelo que nadan en círculos y de repente se zambuten. Tal vez un taco. Café y pan dulce.
Ellos entrecierran la puerta: acortan el diálogo. No la quieren ahí porque los van a regañar si los ven platicando. Temen contarle todo. Ella pregunta. Ellos sonríen, nerviosos y tiernos. Brayan tiene un bebé de un año. Lo dijo susurrando. Gloria quiere amistar, pero ellos cierran de nuevo las ventanas de sus rostros. No te gustaría que tu hijo se sienta orgulloso de su padre, que sigue estudiando. Vuelve a sonreír con timidez. Asiente con la cabeza. Hasta ahí.
La noche siguiente Kevin le cuenta a Gloria que Brayan no fue a trabajar. Por qué. Lo castigaron. Hubiera visto. No, más bien qué bueno que no vio. Lo agarró el comandante dormido, bajo aquel árbol. Y le dio una paliza con un palo. Pum pum pum. Yo no más veía cómo gritaba y se revolcaba. Casi lo matan a palazos, oiga. Yo me agüité pero no pude hacer nada. Si me meto, me matan. Ella quedó helada, como esos cubos de yelo.
A los días se asomó a la calle, el parque, las banquetas. No estaban. En su lugar estaba un hombre hosco, que no paraba de caminar y no soltaba el radio. De ellos no supo más.
Columna publicada el 18 de agosto de 2019 en la edición 864 del semanario Ríodoce.