Miguel Alonso Rivera Bojórquez/Los Ángeles Press
Caminaba con mi abuelo bajo el cielo resplandeciente de Maripita, cuando el sol todavía estaba lejos de su puesta. Disfrutaba mucho atravesar veredas y andar por el monte con mi “tata”. Casi todos los días, caminaba hasta la milpa. Nos cuidaba “El Caporal”, un perro tan inteligente que solamente le faltaba hablar. Recuerdo el amor de mi abuelo por su tierra, la forma en que acariciaba las plantas de maíz. Mi “tata” no sabía leer ni escribir pero poseía una inmensa sabiduría y era un hombre cortés.
En una ocasión, por esos caminos solitarios nos encontramos de frente con una persona y mi abuelo saludó al extraño. Como era un niño de ciudad que no acostumbraba saludar a la gente desconocida, me quedé en silencio. Unos pasos adelante mi abuelo se me quedó viendo.
– ¿Por qué no saludaste?
– No lo conozco, le dije. ¿Cómo voy a saludar a una persona extraña?
– En este lugar no hay nadie más que nosotros que vamos por esta vereda y esta persona que viene por el mismo camino, no importa quién sea, es de personas educadas saludar e igual de educadas responder.
Llegamos a la milpa y nos perdimos entre las hojas de maíz que, recuerdo, ya rebasaban el metro de altura.
No estaba en mis planes conocer a esos hombres fatigados por la tierra y esos caminos pedregosos pero rodeados de la belleza de un verde paisaje silvestre, sin embargo, a partir de ese día entendí que el saludo era una conexión con la otra persona y el universo.
Aprendí a saludar, a decir buenos días, buenas tardes y buenas noches, a decir un simple hola, por favor y gracias. Aprendí a respetar a mis semejantes, sobre todo a los niños y a las personas mayores, a ofrecer la silla a una dama, a una mujer embarazada, a un anciano, y ayudar a quien necesite apoyo, a socorrer a quien lo necesita. También aprendí a abrir la puerta a las personas que vienen detrás de un servidor y a sostenerla para que pasen, se trate de quien se trate, sin importar el género o la edad. Aprendí a desear el bien y a tratar a las personas como me gustaría que me trataran a mí o a mis seres queridos; aprendí a dar sin esperar recibir nada a cambio, aprendí incluso a hacer el bien por la mera satisfacción personal en un mundo donde se ha perdido el hábito de dar las gracias o incluso, de ser agradecido. Aprendí a amar, a sonreír a las personas y a perdonar.
No todas las sociedades son idénticas, pero hoy, la franqueza de los sinaloenses raya en la grosería y en particular, en Culiacán, existe una ausencia total de cortesía, que tiene su representación más emblemática en la carencia de educación vial.
Casi ningún auto cede el paso a los peatones ni a ningún otro vehículo, todos quieren pasar primero y el semáforo no es garantía de nada. Parece que estamos generando una sociedad donde crece el desprecio por la vida y se degrada la civilización, aumenta la barbarie. Incluso, al conducir prevalece la hostilidad e incluso la agresión que, además de los accidentes, puede llegar incluso a la aparición de armas de fuego en cualquier momento, lo cual no es ninguna exageración porque hay varios cenotafios como mudo testimonio de estas tragedias.
Ni siquiera en los recintos universitarios la gente sabe hacer fila, el sinaloense no respeta las reglas ni el orden y cuando hay un grupo de personas que van a la misma ventanilla, todos quieren pasar primero. El sistema de fila única que configure una única cola de espera compacta es un ideal inalcanzable y aunque se trate de un sistema más justo, siempre hay personas que quieren reducir el tiempo de espera como una forma de demostrar su estatus de privilegio pasando por encima del resto.
De esta manera la cortesía y la amabilidad en el trato entre las personas, se han perdido. Hoy nace una epidemia de niños diagnosticados erróneamente con trastorno de déficit de atención e hiperactividad, pero en realidad son pequeños mal portados, mal educados. Niños que siguen el mal ejemplo de sus padres y su entorno.
Un saludo casual pero cortés entre personas desconocidas es algo sumamente raro, sobre todo en ciudades como la nuestra. Quizás se trate ya de una sociedad enferma porque la cortesía y los buenos modales tienen un efecto positivo para el individuo y la colectividad, por el bienestar que generan. Lamentablemente la ausencia total de cortesía es una epidemia que representa un contrasentido de lo que era antes el sinaloense y que hoy parece extinguido: tierra de hombres y mujeres amables, de valores, respetuosos, sinceros y amigables.
Por lo pronto, las palabras de mi abuelo ya las he transmitido a mi hijo.