Cristian no era sicario, sino deportista, malabarista y empleado de un circo, dicen familiares
La Secretaría de Marina dice que fue uno de los que se bajó del vehículo y empezó a dispararles con armas de grueso calibre. Pero la familia, su vida y los vecinos aseguran que no era un matón ni andaba metido en el crimen organizado. Era simplemente un joven futbolista, que por temporadas trabajaba de payaso y malabarista en circos locales.
En su casa, sus tíos, primos y padres, y también algunos vecinos, no creen en la versión de la Marina de que él y sus amigos les dispararon a los uniformados. Más bien, aseguran, los tres menores fueron masacrados, ejecutados a mansalva.
Cristian Iván Montes Camacho tenía 18 años, aunque hay reportes que indican que su edad era de 19. En el barrio donde vivía, por la calle Sindicalismo, colonia Plutarco Elías Calles, lo conocían como un joven servicial, trabajador, honesto y carismático, que gustaba de jugar futbol y sabía reparar computadoras.
Su familia señala que recientemente se había dedicado a trabajar de payaso en circos, aunque también era animador y si faltaba alguno de los empleados hasta de malabarista la hacía. Pero no tenía carro ni sabía de armas ni consumía drogas. Para su madre, Francisca Guadalupe Camacho Medina, era un muchacho que apenas había salido del cascarón y empezaba a vivir, que no le hacía daño a nadie y que ni siquiera solía usar groserías al dirigirse a personas.
De las canchas al circo
Desde niño, Cristian Iván andaba en las canchas. Su padre, Fernando Montes, solía organizar equipos de futbol, buscar patrocinios, entrenarlos y llevarlos a torneos. Lo hizo desde joven, con vecinos y conocidos, y con más razón con sus hijos. Pero fue Iván, el más pequeño de los varones, quien lo siguió a pisar el césped y el terregal de las canchas de cualquier campo o colonia.
Su equipo más reciente fue Los cannabis, ahí, en la colonia Plutarco Elías Calles, junto al sector Barrancos, en Culiacán. Son cerca de 10 los trofeos que este joven dejó empolvados en uno de los rincones de su casa.
Pero pocas veces tenía para el camión y mucho menos para dar su aportación y que su equipo pagara el árbitro, en cada contienda. Era su padre quien le daba. Hace alrededor de un mes lo hizo de nuevo, pero esta vez fue para comprar taquetes. Su padre lo consintió, como lo hacía con la comida —“no hay güevón que no sea tragón”, le repetía a manera de broma— y le compró unos de poco más de mil 200 pesos.
Era eso o su celular, que había perdido días antes. Apasionado del futbol, le respondió que prefería que le comprara los taquetes: el celular lo voy a perder cualquier rato, los taquetes no. Una semana después se fue a trabajar en el circo y ya no regresó.
Cristian apenas terminó la secundaria y desertó de la preparatoria antes de concluir el primer año. Trabajó en una empresa de seguridad privada, de nombre Alartel. Sabía de computación y hasta quería abrir una empresa de este giro.
Pero también le dio por la farándula. Primero se integró a un grupo de payasos conocidos como Los payaboys y lo más reciente fue su trabajo en el circo El fantastic, que recorría municipios rurales y colonias de Culiacán, Navolato y otros municipios de Sinaloa, y el país.
En el circo igual la hacía de payaso que de animador. En un carro de sonido recorría colonias y comunidades para promover el espectáculo circense. Y ya dentro, si faltaba alguno de los artistas del show, él entraba: podía aparecer como maestro de ceremonias, haciendo malabares o de payaso.
Dos cruces
La cochera es amplia pero no suficiente para dos carros. En el vitropiso están los restos del llanto nocturno de una noche de cirios encendidos: la costra de cera hizo montoncito y se expandió. En el fondo de la cochera, pegado a la pared, una cruz cromada, como de metro y medio. A los lados, dos ramos florales, uno más grande que otro. Y en el suelo, una cruz de tierra.
Hay botes de cerveza, olor a cigarro y montones de sillas de plástico azules y blancas en uno de los rincones de la cochera. Es una casa a medio construir, con un baño sin puerta y un patio con ladrillos desnudos. Los sillones lucen tristes y sucios. Hay pocos muebles y una cocina que parece renegar porque esos días, desde la muerte de Cristian, pocos visitan. Su competencia, una olla inmensa, está en el patio, sobre una improvisada hornilla y carbones que se niegan a fenecer.
Media colonia está aquí, bajo la carpa y en las banquetas, dentro de la casa, en el minúsculo patio y en la sala, encima de los carros y en las esquinas. Cuentan que los de la funeraria les cobraron alrededor de 16 mil pesos y que solo pudieran poner la mitad, el resto —o al menos una buena parte— lo pusieron los vecinos, parientes y amigos, la mayoría jóvenes como al que tenían dentro de ese ataúd.
Y tuvieron que pagarlo ahí, antes del cortejo al panteón de la 21 de Marzo, porque los de la funeraria amenazaron con no levantar el ataúd de la cochera hasta que saldaran. Para eso empeñaron un carro.
Por aquí nadie pasa. Ya es jueves y el entierro fue un día antes, por la tarde. Nadie pasa frente a las cruces de tierra y fierro. En la casa hay personas, familiares en su mayoría, pero desde la otra acera, parece estar envuelta en una dolorosa soledad.
El tiroteo y las dudas
La versión oficial de la Secretaría de Marina Armada de México y de las agencias del Ministerio Público federal y local, indican que el domingo 12 de abril, alrededor de las 19 horas, los jóvenes huyeron de las patrullas cuando sus ocupantes les ordenaron que se detuvieran, mientras circulaban por la carretera a El Gato de Lara, cerca de la zona conocida como Acapulquito.
Los tres jóvenes iban en un automóvil Corolla, marca Toyota, de modelo reciente y color gris, con placas VND-1173, de Sinaloa. Y en lugar de detenerse, dicen las autoridades, intentaron huir. En la persecución, quien conducía el Corolla perdió el control y volcó el vehículo, del que salieron los tres y empezaron a disparar contra los marinos, quienes repelieron la agresión.
El saldo fue tres civiles muertos: Cristian Iván Montes Camacho, de 18 años, originario de Culiacán, Manuel Ignacio Acosta Leal, de 22 años, de Tierritas Blancas, Mocorito, y José Javier Romero Martínez, de 26 años, del Distrito Federal. Los marinos, según el reporte oficial, les aseguraron dos rifles AK-47, y un fusil G-3, con 11 cargadores abastecidos.
El reporte también indica que el automóvil en que iban los hoy occisos era robado.
FRANCISCA. “Ni siquiera sabía usar una pistola… y me lo mataron”.
FRANCISCA. “Ni siquiera sabía usar una pistola… y me lo mataron”.
Los ejecutaron
Concepción es tío de Cristian Iván. Ahí está, dolorido, cansado y triste. Busca una silla para apaciguarse y relajar músculos y la consigue: “Como lo dijo una vecina, meto las manos a la lumbre por ellos, los hijos de don Fernando. Son sanos, deportistas”.
Él no cree, como todos ahí, en la versión de la Marina. Para él está claro, a su sobrino lo ejecutaron.
“Jamás. No es creíble esa versión de que iban demasiado recio, que se voltearon y que salen disparando del vehículo. Es absurdo”, manifestó.
Roberto, otro pariente, aseguró que contra el gobierno no se puede: todo está manipulado, los quieren presentar como sicarios, pero no es cierto, por eso no quieren presentar pruebas de si dispararon o no armas de fuego los civiles muertos y tardaron demasiado tiempo en entregar los cadáveres. El de Cristian les fue entregado hasta la tarde del martes.
Ya para qué
Francisca toma una de las fotos de su hijo, su bebé. La agarra, le limpia el cristal y luego lo besa y lo vuelve a besar.
—¿Qué le dice al gobierno?
—Pues ya me quitaron a mi hijo. Lo mataron. Ya para qué. Fue un abuso lo que hicieron, oiga. No hay nada más qué hacer… mi hijo no tenía dinero, era un alma de Dios y no se merecía esto que le hicieron.
—¿No cree en la versión oficial?
—El niño ni siquiera sabía usar una pistola. Mi hijo era muy bueno y todo mundo lo quería. Por eso lo llevamos a las canchas, para que se despidiera, oiga. Era un niño, acababa de dejar el chupón. Ahí tengo los taquetes de él. Para qué le digo que los castiguen, si yo mi dolor lo tengo aquí. Y ya para qué.
Los perros
Un vecino manifestó que a todos consternó la muerte del joven. Todos dieron apoyo moral y los que pudieron cooperaron económicamente. El padre de Cristian —y de otros dos, hombre y mujer—, es pensionado del IMSS y es quien atiende a los hijos. Se ha dedicado por cuenta propia a tener equipos de futbol y entrenar a niños y jóvenes.
Para Fernando, el gobierno miente. No le gustó que en el Ministerio Público no lo dejaran ver el vehículo en el que presuntamente iba su hijo, ni la patrulla de la Marina que supuestamente tenía tres impactos de bala, pero que nadie confirmó, aunque fue una versión sostenida por los uniformados desde un principio.
El Ministerio Público se lo preguntó una y otra vez: si su hijo andaba en carros nuevos, de lujo, si usaba armas, si traía mucho dinero. Nada de eso era cierto.
“’No señores, les dije. Nunca. Mi hijo me pedía para el camión, para pagar el árbitro cuando iba a jugar’. Eso fue lo que les respondí, pero a cada rato me preguntaban”, manifestó.
Lo último que supo de él es que iba a ayudar a pintar una casa, con unos amigos, en Culiacán, y luego, el domingo, un desconocido llamó para avisar que había tenido un accidente y que al parecer había muerto.
“Mi hijo no murió en un accidente ni disparó. Mi hijo fue ejecutado”.
Advirtió que si su hijo hubiera estado involucrado en el narcotráfico, hubiera entendido su muerte y habría dicho “él se lo buscó”. Pero no. Señaló que no conocía a las personas que iban con él en ese Corolla ni qué andaba haciendo allá, pero recuerda que cerca de un mes antes de que esto pasara, le pidió para comprar zapatos para jugar futbol.
Era eso o comprar otro teléfono celular, pues el suyo lo había extraviado. Su padre se lo preguntó y él no dudó: el cel lo voy a perder de nuevo, por eso mejor cómprame los taquetes.
Ya llevaba cerca de dos semanas fuera y su madre le llamó para pedirle que ya se regresara. “Madre, cuídate mucho. Madre cómo estás, cómo están todos? Te amo, madre, pronto estaré con todos”, lo envió tres días antes de ser asesinado. A su padre le envió otro, justo un día antes de los hechos:
“Cómo estás, espero que bien padre. Yo estoy bien. Los extraño mucho y los quiero, espero verlos pronto. Si dios quiere. Cuídate. Un padre a todo dar”, le escribió a Fernando.
Lo que siguió fue el silencio. Luego el timbre del teléfono y una voz desconocida: al parecer, Cristian está muerto. Sus familiares tienen hoyos negros en estos hechos. Desconfían de la información proporcionada por el gobierno, que criminaliza al joven muerto. Por eso, Fernando miró con rabia a los de la Marina que estaban en el Ministerio Público de Angostura. Confiesa que se quedó con ganas de gritarles “perros méndigos, por qué mataron a mi hijo”.