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Río Doce.- Sobando el diapasón y mirando sin mirar la letra de ese corrido, se acordó de todo: se le vino encima una marabunta de recuerdos que él había procurado guardar en el cajón del olvido de esa memoria selectiva, que había activado como ritual de sobrevivencia. No sucedió. No fue. No fui yo. Eso no pasó.

Entonces los dedos se entumecieron y abandonaron las pisadas entre los trastes de la guitarra. Las cuerdas le parecieron más gruesas. Le dolió la madera, las bordes de acero que dividían el diapasón, las cuerdas delgadas y también las gruesas. Sus manos engarruñadas. Sus recuerdos ahí, como siluetas de espanto de una película de terror en la que él era el protagonista y muchos, otros muchos, las víctimas.

Se vio ahí. El dedo índice flexionado. Su rostro de papiro viejo. Los ojos inyectados de color semáforo. El alma pesada y asintomática y afebril: alma vieja y dura y arrugada y enferma. Su pose de dios apuntando con el dedo. Sentenciando. Vas a morir. Y el hombre ahí, tirado en el suelo. No me mates, por favor. Tengo hijos. Por tu mamacita, no me mates.

Pum.

Siempre el llanto. Las referencias a las madres de ellos y de él. La imploración. El ofrecimiento del doble o triple o todo el dinero del mundo. La promesa de que no lo volverán a hacer. La apuesta al olvido. A que se van a ir y que no le van a contar a nadie y que viajarán lejos para que nadie sepa y nunca los encuentren. Con tal de que los dejen ir. Pero las lágrimas no se acaban y alguien tiene que cerrar esa fuga: él. Y siempre, inexorablemente, apretó el gatillo para secar ese río salado.

Trabajaba para una célula del narco. Sus jefes le llamaban y le decían ai te van los datos, güey. Mátalo. Luego alguien le llevaba un sobre con una foto y un papel con datos. Él buscaba, vigilante. Seguía y perseguía rutinas. Trayectos, hábitos, guaridas. Y cuando llegaba el momento los trozaba. Siempre al pecho, siempre a la cabeza. Hay que asegurar el éxito de la operación. Ya quedó el jale, jefe.

Cuando lo detuvieron fue un milagro. Era eso o el panteón. Le dieron quince años y dijo hasta aquí. En la cárcel aprendió a tocar la guitarra y a cantar corridos. También una que otra rola campirana, de las viejitas, de amores y hasta chuscas. Desde Eufemia hasta Cuatro de a caballo. Salió del penal luego de que esa marabunta de recuerdos lo visitara constantemente. Sus demonios seguían sueltos. También su miedo. Si no me matan los jefes, lo harán los enemigos.

Pisó la calle y de ahí se subió rápido al ferry. Se bajó en un puerto cercano, sin chamba ni dinero, pero con guitarra. Encontró sayo en una cantina. Guitarra y acordeón. En un bar, frente a unos dipsómanos, contó sus penas de sangre y el alma se le aligeró. Cuál quiere que toquemos, patrón. Pistoleros famosos, le respondió.