La víspera de 2015, el 31 de diciembre a las siete de la noche, murió José Refugio Haro Haro en su casa de Los Mochis. Desde tres o cuatro años antes le aquejaba un cáncer que le empezó en el intestino delgado y le terminó en los huesos, hasta que acabó con él. Luchó por su vida hasta donde pudo pero, objetivo como era, supo también cuando la ciencia se declaró derrotada. Vivió entonces los días sacando cuentas de sus setenta años cumplidos en septiembre y se declaró como bien pagado. Todavía tuvo fuerzas para terminar un libro y presentarlo, actos con los que dio por concluida su carrera periodística, a la que le dedicó con respeto la mayor parte de su vida.
Lo conocí en Los Mochis en 1993, cuando despachaba en una pequeña oficina de Noroeste, pero nos hicimos amigos cuando llegó a Culiacán como director editorial del diario, en 1995.
Era un ser humano extraordinario y un periodista convencido de que para aprender a escribir había que aprender a leer. Con él se instauraron en la redacción de Noroeste los círculos de lectura, donde cada semana los reporteros bajo su dirección compartían textos a veces con invitados especiales. Recuerdo a Martín Amaral dando una cátedra sobre Borges y a Leonidas Alfaro compartiendo sus experiencias al escribir su novela Tierra Blanca.
Desarrollar el gusto por la lectura puede ser un proceso lento en gente que ni siquiera acostumbra a leer el periódico antes de ir a trabajar, pero en encuentros con aquellos compañeros años después, he aquilatado el impacto que en sus vidas tuvo esa iniciativa de Cuco, al que siempre le agradecieron haberse encontrado con Saramago, García Márquez, Rulfo, Saint-Exupéry… y el desarrollo de ese ambiente de fraternidad cuando en las redacciones los reporteros suelen tragarse unos a otros.
Por allá en 2002 Manuel Clouthier decidió cambiar la dirección de Noroeste. Puso al frente a Rodolfo Díaz Fonseca y Cuco fue enviado a Los Mochis como coordinador de las plazas del centro-norte.
“Me siento como un paquidermo, que regresa a su tierra para morir”, le confesó a Javier Valdez.
Los mejores y peores momentos de su carrera periodística ya los había vivido en esa etapa que culminaba, el cielo y el infierno juntos, como lo describe Taibo II en esa cruda y apasionada definición que hace del periodismo en su novela Sintiendo que el campo de batalla.
Lo vi unos días antes de morir, ya vencido por el cáncer y convertidos sus huesos en cartón. Lúcido, se lamentó de no haberle dedicado más tiempo a la escritura en estos años. A ratos parecía dormir. “Si cierro los ojos no te detengas, te sigo escuchando”, me advirtió. No dormía, pero le costaba trabajo sostener los párpados. Me ofreció tequila y pasamos horas charlando a pausas de cosas sencillas en compañía de su familia.
Nunca lo sedujo el poder, ese mal casi patológico en los periodistas mexicanos, y desdeñaba la estridencia y los reflectores. Culto, tenía un envidiable sentido común para ver las cosas de la vida y de la muerte. Ya estaba cansado y sabía que era el final. Murió tranquilo, tal vez mucho antes de lo que merecía un hombre de bien.
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El periodismo seguiría de luto. El miércoles pasado amanecimos con la noticia de que el periodista Julio Scherer García había muerto. El fundador de la revista Proceso tenía tiempo enfermo y se esperaba el desenlace de un momento a otro. Pero el impacto de su muerte no fue menor por ello. Emblema del periodismo indómito en México, se iba con su muerte una figura central para entender los sótanos del poder, la gran corrupción de la prensa mexicana, la tarea de informar sin concesiones.
Se fue don Julio, sí, pero su escuela queda.
Bola y cadena
Y EN TIEMPOS DE PERIODISTAS congruentes que se van, bien vale la pena rescatar esa definición de Paco Ignacio Taibo II:
“El periodismo es la última pinche barrera que nos impide caer en la barbarie. Sin periodismo, sin circulación de información, todos levantaríamos la mano cuando el Big brother lo dijera. Es la voz de los mudos y el oído extra que Dios le dio a los sordos. Es el único pinche oficio que aún vale la pena en la segunda mitad del siglo XX. Es el equivalente moderno de la piratería ética, el aliento de las rebeliones de los esclavos. Es el único puñetero trabajo divertido que aún puede practicarse. Es lo que impide el regreso al simplismo cavernario.
Contradictoriamente, es un asunto donde nuevamente hay cosas eternas: la verdad, el mal, la ética, el enemigo. Es la mejor literatura, porque es la más inmediata. Es la clave de la democracia real, porque la gente tiene que saber qué está pasando para decidir cómo se va a jugar la vida. Es el reencuentro entre las mejores tradiciones morales del cristianismo primitivo y las de la izquierda revolucionaria de fines del siglo XIX. Es el alma de un país. Sin periodistas todos seríamos muertos y la mayoría ciegos. Sin circulación de información verídica todos seríamos bobos. Es también el refugio de las ratas, la zona más contaminada, junto con las fuerzas policíacas, de toda nuestra sociedad. Un espacio que se dignifica porque lo compartes con los tipos más abyectos, más serviles, más mandilones, más corruptos. Y por comparación te ofrece las posibilidades de la heroicidad. Es como si metieran el cielo y el infierno en una licuadora y tuvieras que trabajar en movimiento. Es una albañilería del sentido común”.
Sentido contrario
MUY POCO SE PUEDE hacer contra el terrorismo. Un “iluminado” se ata diez kilos de dinamita al cuerpo y se hace explotar en un mercado. París es ahora víctima de un acto demente ligado al extremismo islámico. Los autores sabían que no había escapatoria después del ataque al semanario Charlie Hebdó, pero era su convicción hacerlo. Son suicidas, es su historia. ¿Puede olvidarse aquel 11 de septiembre?
Humo negro
Y COMO SI NO FALTARAN razones para la tristeza, un periodista de Veracruz fue “levantado”. Otro.