La muerte es muda, prohíbe el diálogo, sólo permite el silencio.” Henning Mankell
Río Doce/Oscar González Mendivil
En los últimos años hemos descubierto una nueva geografía que caracteriza al país, la localización de los estragos del crimen, el hallazgo de la muerte, la horadación de la paz por las fosas llenas de cadáveres.
México se ha convertido en un enorme territorio lleno de cicatrices, delimitadas por la cinta que acota las escenas del delito. Poco a poco nos transformamos en el país de los muertos y los desparecidos. Sin que exista una guerra abiertamente declarada, México aporta más cuerpos que muchos conflictos bélicos en otras latitudes.
De acuerdo con la página web del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el homicidio doloso alcanzó su punto máximo en 2011 cuando la tasa por cien mil habitantes llegó a 22.852, a partir del cual descendió a 18.388 en 2013, aunque aún no regresa a los niveles anteriores a 2009.
Si tú tampoco entiendes qué significa verdaderamente esta cifra, déjame decirte paisano, que son muchos los muertos, demasiados, en su punto más bajo, en 2013, son más de 20 mil 500. Y eso es reflejo de que no estamos haciendo bien las cosas.
Sé que muchos dirán que es problema de la delincuencia organizada y en algo tienen razón. Pero eso no alcanza a explicar todas las cosas. Y por el contrario, se le utiliza como excusa para dar versiones provisionales que explican por qué la investigación de la muerte no tendrá el énfasis que pudiera esperarse.
El occiso tenía antecedentes penales, se dedicaba a vender droga, sus familiares eran “malandros”, se juntaba con amigos dedicados a robar. Todas son primeras impresiones que buscan cobijar un argumento implícito: el muerto se lo buscó.
Y con esta idea que hemos dejado permear entre nosotros, nos resignamos a que el punto de partida de las investigaciones de la autoridad sea que la víctima tuvo algo de responsabilidad en lo que le pasó. En consecuencia no le exijas mucho a la policía o el Ministerio Público. De ahí a la pasividad, que es preámbulo de la impunidad, la distancia no es mucha.
Así, se suma a las muertes las pocas esperanzas del esclarecimiento del asesinato. Cuando estas premisas se vuelven parte de la cultura y sistemas de trabajo de las instituciones encargadas de investigar los crímenes, hemos cerrado el círculo vicioso muerte-impunidad.
Pero las instituciones no están solas en acomodarse a estas ideas, todo el aparato político lo tolera, permite y, a veces, lo alienta. Y seamos sinceros paisana, en muchas ocasiones nosotros también dejamos pasar los reclamos porque, al fin y al cabo, emitimos el fallo inmediato declarando que los muertos eran delincuentes.
Suponiendo sin conceder, que las víctimas estaban relacionadas con actividades criminales ¿acaso los delincuentes dejan de considerarse seres humanos? ¿Dejan de tener derechos? ¿Sus muertes merecen el olvido? ¿Hay que dejar de investigarlas?
¿Qué pasa cuando las víctimas no pueden ser etiquetadas como “criminales”? Parece que entonces descubrimos el horror del homicidio. ¿Qué pasa cuando las víctimas desaparecen colectivamente? ¿O aparecen en fosas? Sólo entonces atisbamos el tamaño del monstruo.
Tal vez por eso San Fernando. Tal vez por eso Tlataya. Tal vez por eso Ayotzinapa. Tal vez por eso los feminicidios en Sinaloa. Cada tragedia nos sacude, cada hallazgo nos interpela y reclama nuestra pasividad. Hace mucho debimos decir ya basta, pero aún es tiempo.
¿Cuál fue la culpa de los migrantes en San Fernando? ¿Querer mejorar sus condiciones de vida? ¿Cuál fue la culpa de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa? ¿Protestar para exigir mejor gobierno? ¿Cuál es la culpa de las mujeres sinaloenses?
Se necesitan respuestas firmes y claras. De inicio, la Federación, tan proclive a centralizar funciones, debería arrogarse la atribución de investigar los delitos relacionados con violaciones a los derechos humanos, en particular cuando la autoridad local sea lenta u omisa en las investigaciones.
Pero también debemos activar un sistema de reclamo de cumplimiento de tareas a las autoridades políticas, las que, en muchas ocasiones, se lavan las manos atribuyendo la responsabilidad a la policía o el Ministerio Público. Como si eso los relevara de dar respuestas puntuales a la sociedad.
Así es la cosa paisana, o empezamos a involucrarnos en estos asuntos y dejamos la comodidad de las críticas de sofá o la falsa moralidad en Facebook, o empezamos a resignarnos del chiquero que vamos a entregar a nuestros hijos.