Cuauhtémoc Villegas Durán
Para Pedro, todo era recordar, anhelar la libertad, los días de monte, de sierra, de cacería o de pesca. Retozando en la infancia con su media hermana en aquel cuarto de adobe junto al río Juchipila y, se sonreía, recordaba cómo sus 7 hermanos se la peleaban al oscurecer cuando se encerraban todos los niños en aquel cuarto pobre y feliz. Todos la cogían, eso sí, de uno por uno. Pero sabía que era imposible volver al campo, al rancho, era pobre y 19 asesinatos en su haber se lo confirmaban, además que ella ya estaba casada, allá en Los Ángeles, lejos de esta guerra, lejos de esta tierra maldecida de Dios.
La vida lo llevó a esa cárcel llena de zetas en la capital del estado. Estaba convencido de eso. La necesidad lo obligó a aceptar los 1600 pesos mensuales cuando inició de policía y todo era santa paz. Las amenazas lo obligaron a hacerse zeta. La vida de su familia estaba de por medio. Nunca hubo asesinatos en el pueblo mientras él trabajó de policía. Sólo Ricardo Pliego vendía su coca y Carlos Pérez vendía la mota que sembraba en la sierra de Morones, en el macizo de la sierra madre occidental.
Luego llegaron los zetas, todo se descompuso. Se arreglaron con Ricardo pero lo terminaron deshaciendo en acido. Luego, a nosotros nos mandaron para Jalpa a trabajar, a cuidarles la plaza y, de Jalpa, llegaron al pueblo sus policías. Nadie nos conocía en Jalpa y en Tabasco, a los policías de Jalpa, los desconocían.
Luego, cuando tuvimos el control todo parecía para nosotros. Íbanos y veníanos. Hacianos y deshacíanos. Los puchadores andaban en camionetas Van, con las puertas abiertas vendiendo la yerba por todo el pueblo. La coca y el foco los vendían en las tienditas. Pero, no se dejaron. Llegaban a las tiendas y nos mataban a los puchadores. El ejército también nos hizo docenas de bajas. A los policías nos despreciaban. Sabían que estábanos con los zetas. Que les cuidábamos la plaza y les avisábanos cuando venían las tropas y entonces, los acribillábanos… pensaba Pedro.