0 8 min 3 horas

Culiacán en guerra: la historia de un sobreviviente

“Rogelio” recibió 10 balazos durante un ataque, que él considera fue una equivocación. Su caso se suma a los de decenas de víctimas colaterales de la narcoguerra que ya lleva 15 meses

Reportaje/Armando Quiroz/Fotos/Ríodoce

En el pasillo del hospital, su padre hacía guardia para cuidarlo. “Rogelio” lo veía acostado desde su cama. Días antes había recibido diez balazos en todo el cuerpo. Una de las balas entró y le quebró una porción del cráneo; otras se enclavaron directo en las piernas y los brazos. Ninguna parte quedó sin mancharse, las que no entraron le pasaron rozando, calientes, murmurándole la piel.

Su padre le insistía en que no se quitara las vendas de los brazos, él estaba ahí para cuidarlo.

Aquel día viajaba de copiloto por la calzada Heroico Colegio Militar, de norte a sur. El tráfico y el calor del mediodía armonizaron la conversación: relatos cotidianos y planes para el resto de la tarde. Uno de los semáforos que está sobre la calle Mina La Purísima en la colonia Miguel de la Madrid, al sur de Culiacán, marcó el rojo, el sedán paró y la conversación continuó. Verde; avanza. Suena la primera bala: entra e impacta en el tablero. La fuerza del proyectil activó las bolsas de aire, espolvoreando granos blancos.

“Rogelio” giró la cabeza. Desde el otro carril vio a los hombres, a bordo de una camioneta Volkswagen Tiguan. Sus rifles se asomaron por las ventanas; presionaron los gatillos atragantando los cañones de pólvora y acero. Él solo pensó en levantar las manos, “nos están confundiendo”, pensó. Los hombres continuaron disparando.

El primer impacto lo recibió en la muñeca. Su cicatriz aún está fresca; los contornos de la piel masticada conservan ese color rosado. La adrenalina lo contuvo: la primera bala no la sintió, ni el resto de las nueve que estaban por inhumarse en su cuerpo.

Su mirada viró. Observó el rostro de su papá. Él no lo miraba. Estaba frente al volante, con el rostro desencajado; nunca le había visto la cara tan asustada. Los disparos se ensañan. Las siguientes balas, se encaminaron directo a su hombro, brazo izquierdo y pierna. Su papá cambia de carril.

Las balas trazaban su trayecto desde su derecha. Su papá giró el volante hacia la izquierda, quería que los proyectiles cayeran sobre él, no sobre su hijo. “Rogelio” entró en shock y se desmayó. Al despertar, las bolsas de aire le habían explotado sobre el rostro; su papá perdió el control y se impactó contra la acera. Silencio.

“Cuando desperté, pues ya sabía lo que estaba pasando. De una lo que hice, me pasé por el asiento de atrás porque vi que estaba todo sangrado y vi una playera de mi papá, me vendé y me regresé otra vez al asiento de adelante y le empecé a pegar a mi papá en la panza, le decía ‘papá, despierta’ y lo movía y lo movía, lo agarraba de la cabeza y no, ya no se movía, pues ya no estaba con vida, ya no respondió”.

Una segunda camioneta entra; sujetos a bordo de una Jeep Compass alzaron sus calibres y restauraron el silencio. “Rogelio” regresó a la parte trasera y se enrolló entre los asientos. Cuenta los segundos: 1… el humo de la pólvora se levanta; apesta. 2… las detonaciones presionan sus oídos; aturden. 3… la puerta del piloto se tapiza de orificios. 4… nada se siente real, todo pasa tan rápido. 5… los fragmentos de vidrio vuelan y caen, tintinean con el asfalto. 6… hilitos de sangre salen de su cuerpo. 7… los hombres se van.

Cuando salgamos del hospital, te voy a llevar al mar de Mazatlán, le decía su papá en sus visitas. Durante siete días, “Rogelio” soñó con él. Sus sueños fueron tan coloridos que pensó que todo era real; aún no sabía que él había muerto durante el ataque. Por recomendación de los doctores, nadie podía decírselo. No había buena conjugación entre su estado de salud y la magnitud de la noticia.

Nuevamente el silencio envolvió el caos. A los minutos llegó el Ejército apuntando con sus armas. “Rogelio” permanecía tirado en el suelo. “¿Tienes disparos?”, le preguntaron. Él no sabía, la adrenalina no le permitía reconocer el dolor. Los uniformados envolvieron sus heridas mientras esperaban la llegada de una ambulancia. Al pisar el hospital, dejó de responder. Su vista ennegreció, la adrenalina había bajado; cayó dormido y despertó a los siete días.

“Se siente como que, como si no se fuera a acabar eso nunca. Pues como que van a seguir disparando y se siente, no sabes qué hacer. Lo único que sentí es que buscaba maneras de cómo escapar de eso, cómo sobrevivir en ese momento, como que se activa tu instinto de supervivencia y buscas la manera de no morir, buscas qué hacer para que no te maten”.

El tiempo volvió a ralentizarse; todo duró dos minutos. El registro de su última llamada fue a las 12:32 horas, cuando intentó hablar al 911; a las 12:30 habían cruzado el semáforo. Su mamá y hermano habían llegado. “Rogelio” sentía que se dormía. Los soldados le decían que no lo hiciera; él pensaba: “Si me duermo, me voy a morir y no me quiero morir”. La bala que ingresó hasta su cabeza dañó la parte frontal del cerebro; le dejó secuelas, actualmente, le resulta difícil captar o comprender lo que escucha.

“¿Te acuerdas todo lo que pasó ese día?, le preguntó su mamá. “Sí, de todo, ¿por qué?”, le cuestionó. “¿Y de tu papá que te acuerdas?”, regresó la pregunta. “Pues que estaba en el carro inconsciente y que yo le pegaba para que despertara y no despertó”. Su mamá dejó salir sus lágrimas; doce días después, “Rogelio” entonces pudo llorar.

La Jeep y la Tiguan fueron abandonadas unos metros adelante. Múltiples perforaciones decoraban la parte trasera de las camionetas. “Rogelio” cree que minutos antes sus agresores fueron atacados y estos los confundieron. Él permanece tranquilo; además de las cicatrices, lo acompaña un collar con un retrato pequeño de su papá. En Culiacán —se recuerda—, y con esta guerra, todos podemos ser víctimas.

Artículo publicado el 14 de diciembre de 2025 en la edición 1194 del semanario Ríodoce.

Deja un comentario