Javier Váldez/Río Doce.- Tomó ese camino porque le ahorraba cerca de tres horas de viaje. Conocía la zona y a los habitantes, así que no temió que fueran las siete de la tarde, cuando pardeaba el firmamento, para recorrer la estepa verde que despide las montañas. Cargado de tomates, pepinos, conserva de manzana y durazno, dulces regionales, chiles, quesos logrados en el traspatio de alguna vivienda rústica, y aguacate.
Descendía por ese camino recto. Escuchaba Cuatro de a caballo, con los Cadetes de Linares, y a ratos tarareaba o gemía siguiendo la melodía. Se imaginó, contento, la cara que pondría su esposa e hijos, los primos, la abuela, al ver los regalos que les habían enviado desde la serranía sus parientes, a solo dos cuadras del cielo.
La curva asomó y con ellos un retén de hombres armados, atravesando con sus camionetas el camino pedregoso. Arrugó la frente. Le hicieron señas de que se parara, al tiempo que los gatilleros bajaban sus cuernos de chivo. Se detuvo frente a ellos, que no dejaban de asir los fusiles. Qué pasa, preguntó. No le respondieron. Sin verlo, el jefe dio órdenes de que lo revisaran y que bajaran todo del vehículo. Él insistió: de qué se trata. El hombre lo vio y le preguntó cómo se llamaba. Él respondió. Dónde vives, a dónde vas, a qué fuiste pa arriba. Le soltó una a una, sin darle tiempo de responder.
Se le quedó viendo y veía también a los que revisaban la camioneta y bajaban y bajaban la mercancía. Le preocupaba que la dañaran, que le robaran. Yo te conozco, le dijo. Tú eres Juan. Yo soy Ernesto, hijo de María. A poco no me conoces, no te acuerdas de mí. El hombre fingió hacer esfuerzos mentales, como buscando entre sus recuerdos. Pero no pudo. Apenas podía sostenerse. Estaba trabado, queriendo hablar. Su lengua atada, sus ojos fuera de órbita y tambaleaba. No, no te conozco, le contesto. Órale, cabrones. Apúrense. Ordenó.
Bájate, le ordenó a gritos. Escúlcalo, le dijo a otro. Luego lo hincaron, lo obligaron a mantener los brazos arriba, quietos. Órale, bato. Dame chanza, somos conocidos. Tú siempre llegas a la casa de mi amá a dormir. El otro ni volteaba. Al rato le gritó te vamos a matar, perro. Fue entonces que llegó otro y no parecía andar borracho. Épale, qué andas haciendo Ernesto. Pues aquí me tienen. Pero cómo, por qué.
Los regañó a mentadas y luego ordenó que lo desataran y que le regresaran las cosas. No es posible, Juan. Si Ernesto es amigo de la familia, si llegamos a dormir a casa de su amá. Cómo eres pendejo. Luego, dirigiéndose a Ernesto, ya para despedirlo, le advirtió: no vuelvas a pasar por aquí, no te ahorres gasolina ni tiempo, esto se va a poner peor y si no estoy yo, a la otra estos culeros te van a matar.