Gran algarabía ha despertado el destape del sonorense Manlio Fabio Beltrones como nuevo dirigente nacional del PRI. No es para menos. Es ahora uno de los políticos más experimentados que tiene este partido, con un poder indiscutible en las esferas donde se toman las grandes decisiones para este país y que no tienen que ver solo con el partido que ahora va a dirigir, sino también con los que están enfrente.
Muchos se alegraron en Sinaloa. Cercano al gobernador, éste tendrá márgenes de maniobra más claros en la recta final de su mandato y un cofrade indiscutible contra pretensiones en su contra desde algunos círculos del poder, aunque eso no lo blinda totalmente. Muchos y muy poderosos enemigos se ha echado Mario López Valdez en todos estos años y los demonios no duermen. Pero el ungimiento de Manlio le dará, sin duda, mayor tranquilidad en esta etapa.
Si con César Camacho Malova logró reconstruir su relación con el PRI después del hoyo que le hizo en 2010, con Beltrones la interlocución será más estrecha, habida cuenta que —se ha dicho siempre debido a su cercanía en el Senado de la República, donde coincidieron—, fue uno de los priistas que no dejó de apoyarlo cuando abandonó el PRI para competir por la alianza opositora.
Pero hay algunos que han confundido la fiesta con un carnaval y andan borrachos antes de que Manlio Fabio tome las riendas del partido. Su llegada a la presidencia del CEN anima aspiraciones, sí, es normal, pero nadie debe confundirse. No es el presidente del partido quien decide las nominaciones importantes. Gubernaturas y capitales de los estados se resuelven en Los Pinos, como ha ocurrido siempre que el PRI es el que barre y trapea ahí. Y sí, es verdad, Manlio tendrá mucho poder de influencia en las nominaciones, pero hasta ahí.
Hay otros elementos a considerar en las lides que se avecinan, empezando con las 12 gubernaturas que se pondrán en juego en 2016 —incluida la de Sinaloa— y terminando con la elección presidencial de 2018, frente a la cual el PRI luce muy pálido, según encuestas recientes. El que será nuevo dirigente del PRI es uno de los hombres más informados del país sobre la vida y obra, blanca y turbia, de la clase política, sobre todo aquella que se formó en el viejo PRI. De todos los políticos más o menos relevantes se arman siempre expedientes que se archivan en los sótanos de la Secretaría de Gobernación y que comúnmente se utilizan para enfriar pasiones cuando el sistema así lo considera. Manlio fue subsecretario de Gobernación en el salinismo, cuando Fernando Gutiérrez Barrios era el titular de esa dependencia. Le aprendió todo al jefe, lo fino y lo rudo, el sistema en su síntesis más imperturbable y fría. Eso, y su paso por la gubernatura de Sonora (1991-1997) y por las cámaras legislativas, lo han convertido en un operador invaluable a la hora de tejer acuerdos, pero también discordias. Mano derecha e izquierda en un juego que, hasta ahora, le ha favorecido casi sin tacha.
El 23 de febrero de 1997, The New York Times vinculó a Manlio Fabio Beltrones con el narcotráfico. El reportaje, firmado por Sam Dillon y Craig Pyes, acusaba a Beltrones de proteger a Amado Carrillo Fuentes, pero todo quedó en basura mediática porque el diario no aportó pruebas fehacientes de lo que afirmaba ni se ha sabido nunca que lo hayan vinculado como acusado en algún proceso en los Estados Unidos.
Manlio Fabio Beltrones es él, pero su carrera ha estado ligada a los intereses del partido que ahora va a dirigir. Y en el propósito que se le ha encomendado —ganar espacios en los estados y preparar el terreno para el 2018—, está obligado, antes que nada, a ofrecer resultados. Se ha descartado ya para la Presidencia de la República, pero no puede decir otra cosa, eso no quiere decir que realmente se ubique fuera de la pelea. Y si aspira, lo primero que tiene qué hacer es ganar elecciones y mejorar la imagen del partido, ahora por los suelos.
Por eso es que aquellos que sienten que ya tienen una candidatura en la bolsa adelantaron su carnaval. Y la cruda puede ser muy pesada.
Bola y cadena
UNO DE LOS ADELANTADOS es el alcalde de Culiacán, Sergio Torres, quien desde hace casi dos meses hizo públicas sus aspiraciones por la gubernatura, lanzando al Morrín como su gran obra. Es un hombre cercano a Manlio Fabio y trae la sonrisa de oreja a oreja. Tendría el aval de los poderes fácticos que pesan tanto en la política sinaloense, pero eso no le da la estatura que exigirá un proceso electoral que se antoja competido desde ahora. Sergio, no hay que olvidarlo, es uno de los alcaldes de Culiacán que llegó al cargo con la menor cantidad de votos en la última década —120 mil—, solo después del Chuquiqui, que ganó, en 2001, con 93 mil sufragios. En 2004 Aarón Irízar ganó con 125 mil votos, en 2007 Jesús Vizcarra con 153 mil y en 2010, Héctor Melesio Cuen, con 168 mil votos. Solo desde ese punto de vista habría de preguntarse si es competitivo Sergio Torres. Por lo visto no.
Sentido contrario
Y POR SUPUESTO QUE EN LA MISMA LÓGICA se encuentra Gerardo Vargas Landeros, el secretario general de Gobierno, pero éste por la cercanía de Manlio con su jefe, el gobernador. Ya desbocados uno y otro, el ungimiento del sonorense les vino a dar tal impulso que a lo mejor termina por descarrilarlos antes de tiempo.
Humo negro
NO TENGO NINGUNA DUDA QUE más de algún gobernador haya estado en la nómina del narcotráfico desde hace décadas. Y alcaldes, y diputados y regidores y senadores. Y generales y secretarios. El problema de los gringos, ahora, será demostrar que Alfredo Beltrán Leyva, el Mochomo, sobornó a un gobernador entre 2001 y 2008. Un testigo protegido no basta. Siempre son sombras a modo del poder que terminan enturbiando los juicios.