25 de octubre, Día Internacional del Artista.
La fecha se conmemora en honor al nacimiento de Pablo Picasso (1881-1973), uno de los creadores más influyentes del siglo XX, símbolo de la libertad creativa y de la ruptura con las formas impuestas. Desde entonces, cada 25 de octubre el mundo rinde homenaje —al menos en teoría— a quienes, como él, dedican su vida a crear belleza, pensamiento y verdad en medio de la barbarie contemporánea.
Pero más allá del calendario y las efemérides oficiales, este día debería recordarnos algo más profundo: que el arte es la respiración del espíritu humano. Mientras el mundo corre hacia su propio vacío —lleno de pantallas, algoritmos y ruido—, el artista permanece, como un faro encendido en medio del vendaval. No produce: revela. No entretiene: sacude. Su tarea no es complacer a los satisfechos, sino hurgar en la llaga, desnudar lo sagrado oculto en la miseria y lo divino escondido en el caos.
Ser artista hoy es una forma de resistencia.
En una sociedad que idolatra la productividad, el artista recuerda la inutilidad esencial de la belleza; su valor precisamente porque no sirve a nada ni a nadie, porque no se vende ni se mide. El arte es la última trinchera del espíritu: un refugio donde la conciencia todavía respira.
El pintor, el músico, el poeta, el fotógrafo, el escultor o el periodista —cuando ejercen desde la verdad y no desde la vanidad— se vuelven mensajeros de un orden distinto, más alto, más humano. En cada trazo, en cada verso, en cada nota o imagen, el artista deposita su alma como quien lanza una botella al mar, esperando que alguien, alguna vez, la encuentre.
Pero el tiempo no es amable con ellos.
Los gobiernos los desprecian, los mecenas los manipulan, las masas los ignoran. Y aun así, siguen. Pintan con hambre. Escriben con rabia. Cincelan con lágrimas. Siguen porque no pueden dejar de hacerlo; porque algo más fuerte que el miedo los empuja a crear, incluso sabiendo que su obra puede ser destruida o ridiculizada.
El artista verdadero es un médium.
Capta la vibración secreta del universo, la ordena en símbolos y la devuelve al mundo convertida en belleza. Es un traductor entre lo invisible y lo humano. Y esa es su condena: ver más, sentir más, sufrir más. Pero también su privilegio.
Hoy, Día Internacional del Artista, no se celebra un oficio: se honra una vocación mística.
La de quienes siguen encendiendo fuego en la oscuridad, quienes nos recuerdan que la vida no es solo sobrevivir, sino comprender y trascender. Ellos son los últimos profetas de una época sin fe, los que aún escuchan el rumor del origen.
El arte no salvará al mundo, pero salva algo mucho más importante: la conciencia del hombre.
Y mientras exista un solo artista creando, habrá esperanza de que la humanidad todavía pueda ser hermosa.
