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El legado de los traidores fue la militarización que no ha podido detener las muertes violentas y las narcoguerras. 

Cortesía/Los ängeles Press/Tras Bambalinas/Jorge Octavio Ochoa

Al término de sus más de 2 mil días de mandato, se le ocurrió concluir con una frase: “Nos hicieron lo que el viento a Juárez”, que a Guerrero suena como funesta broma.

Zonas enteras devastadas, azotadas por los vientos de dos huracanes que les pasaron por encima en menos de un año, el último dos veces, y el “pueblo bueno” le responde con feroz ironía:

“Se terminó el sexenio y nunca se mojó los pies, pero siempre se lavó las manos”

Él se va, dice que se va, sin abandonar esa soberbia del que cree que su verdad es absoluta, bromas macabras, como los ocho cadáveres en una camioneta, con la leyenda “Bienvenidos a Culiacán”.

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Todo, en medio de una violencia sin freno, tolerada por una gobernadora que ha tenido relaciones íntimas con el crimen organizado y un gobernador que danza con el enemigo.

Guerrero y Sinaloa, expresión extrema de estados fallidos, donde desaparece la gente y nadie sabe nada. Los “abrazos, no balazos”, quedan como una oración hueca, estúpida, indolente.

Sin rastro 164 personas en 19 días, en una guerra que ha dejado 121 muertos en Sinaloa, y que terminará “hasta que ellos se dejen de perseguir”. Seis visitas del inmaculado, que no mancha esa investidura que deja un manto de sospecha.

Al cierre del mandato, todavía destila soberbia, pese a que uno de los suyos advierte: “Hay que romper el Pacto de Silencio sobre Ayotzinapa”. Así terminó Alejandro Encinas, para dejar más pestilencia sobre la “Verdad Histórica”.

La pregunta al calce: ¿Cuántos pactos inconfesables hubo en este sexenio?  Pactó con Peña Nieto; pactó con Salinas Pliego; pactó con el Cártel de Sinaloa, con los gobiernos de Venezuela y Cuba.

¿Con quién pactó sobre el caso Salvador Cienfuegos? Porque fue notorio, escandaloso, ese cambio de opinión cuando fue detenido el general en Estados Unidos y exonerado en México, un día después.

Quizá los mexicanos no nos hemos dado cuenta de que el auto golpe de Estado está dado. Tenemos una última esperanza, sin pensar que posiblemente el próximo gobierno ya esté cooptado, acorralado.

Para el día del relevo, el país habrá entrado en un embudo de desgracias. Un cementerio de casi 200 mil muertes violentas, más de 45 mil desaparecidos, y un partido que enarbola su mayoría como pretexto del autoritarismo.

La de México pareciera la crónica de un final anunciado. La Guardia Nacional pasó al fuero militar, a oscuras, de madrugada, como aquella noche en que desaparecieron los 43 de Ayotzinapa. Al escampar el día, 86 votos, contra 42.

Las protestas de los normalistas en Gobernación, frente a San Lázaro, ante el Senado, fueron ese viento a Juárez que no conmovió al patriarca. El voto decisivo lo dio un Yunes, estirpe de esa nueva clase política que se enseñorea:

Rioboó, Esquivel, Chávez Morán, Murat, Yunes, Monreal, Alcalde, Batres, Taddei, Ramírez Marín, comandados por otro López, Andy, en una nueva élite que comandará los destinos del país.

La Secretaría de la Defensa Nacional será uno de los sectores que más recursos presupuestarios recibió durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, 400 mil millones de pesos.

El Partido del Trabajo (PT), el mismo que fue rescatado de la muerte en el 2015, cuando debía perder el registro, gritará con la misma soberbia que Gerardo Fernández Noroña: somos mayoría, somos gobierno, somos el poder.

Los Tribunales, a los que ahora denuestan, le dieron esa respiración de boca a boca. Ellos, los de antes, ahora hablan de “profecías”, y más de 70 mil comités de base esparcirán la palabra, que el hijo de aquel velará por que se cumpla. 

El miércoles próximo, cuando muchos de estos sedicentes izquierdistas quieran gritar: “¡El 2 de octubre no se olvida!”, se encontrarán con su verdadero rostro. Ellos, los que hablan de traición a la patria.