Javier Valdez7Ríodoce
En el foro de televisión, durante la transmisión en vivo de su programa, algo saltó de su saco beige. Los camarógrafos sintieron que la lengua se les hizo nudo, los del estaf parecían estar haciendo gárgaras con polvo y los del público ni cuenta se dieron: era una pequeña bolsa blanca, de plástico, que contenía una pequeña dosis de cocaína.
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Alguien dio la orden. Corten. Lo bueno fue que el piso también era blanco y la bolsa quedó camuflada. Pero los del equipo, los de producción, los que estaban ahí y lo conocían, se percataron, espantados, y enmudecieron. Inmediatamente metieron comerciales y jalaron al conductor del exitoso programa a las oficinas de los jefes.
Hubo gritos, luego un silencio espeso, luego nada. El conductor, con esa voz diáfana y simpatía de domingo, con el reitin en un puño y la caja registradora de billetes en sus ojos de centella, en ese rostro de astronauta bonachón, salió airoso, retomó el programa y todo volvió a la normalidad.
En los pasillos, los baños, entre cortes comerciales, en las fiestas y en algunas reuniones de trabajo, era pública su adicción a doña blanca. Sacaba la bolsa y con estilo aspiraba por esas ventosas. Un pasón, dos. Otro más. Y animaba las conversaciones, divertía a todos, era el centro y mantenía, ya sin programa ni foro ni público, los reflectores en su mirada clara, en su frente amplia y esa sonrisa de dólar.
En los cumpleaños, su generosidad era su carta de presentación. Pero lo era más en las navidades: relojes de lujo para todos, paquetes pequeños con alguna joya, regalos caros y agradecimientos sinceros, hondos, extendidos, para todos los de su equipo. Para unos pocos, muy cercanos y a quienes les tenía cierto cariño y con quienes había desarrollado una densa complicidad, bolsitas adicionales con polvito.
Todos contentos: a su paso le gritaban, lo saludaban, le hablaban, lo abrazaban, le ponían alfombras de pétalos de rosas rojas e iba dejando una estela transparente de sus perfumes, de la adoración en que lo envolvían, y del cariño, la admiración, que muchos, todos le expresaban. Lindo, simpático, guapetón, rico, famoso, divertido y desprendido. Era su blindaje, su nido estelar, su reitin dentro de la televisora y fuera de ella, en la pantalla, ante el público, también. Su carisma iba dejando huella en su andar, de polvo sin corte y de fama pura.
Esa mañana salió a la misma hora, con algunos de su equipo. Hora de desayunar. Mismo ritual. Lo esperaron en el restaurante y le pegaron varios balazos cuando estaba sentado: cuatro disparos certeros, en cara y cabeza, para que no hubiera más destellos ni derroche de simpatía ni sonrisas de comercial televisivo.
En los pasillos de su trabajo decían. Qué mala onda, mataron al jefe. Mataron al capo.
Columna publicada el 27 de enero de 2019 en la edición 835 del semanario Ríodoce.