Durante cuatro sábados consecutivos las calles de Francia se han pintado de amarillo. Cientos de miles de personas han salido con chalecos de este color para mostrar su inconformidad con el gobierno del presidente Emmanuel Macron. Las protestas empezaron en las regiones rurales, donde la gente se manifestó en contra del aumento al precio de la gasolina bloqueando cruces y gasolineras. Dentro de pocas semanas, estos actos de desobediencia civil han culminado en un movimiento masivo que ha llevado a la república francesa a una crisis estatal no vista desde los días del legendario mayo del 1968.
Para muchos observadores los chalecos amarillos llegaron de la nada. Se preguntan: ¿Quiénes son? ¿Por qué están tan enfurecidos? ¿Qué quieren? ¿Por qué no juegan de acuerdo a las reglas y eligen representantes para negociar con el gobierno? ¿Por qué usan la violencia en contra de las fuerzas policiales, tiendas y coches de lujo?
Pero de hecho, el movimiento de los chalecos amarillos no surgió simplemente de la nada. Al contrario, algunos lo anticiparon desde hace más de diez años. Por ejemplo, el Comité Invisible. Este colectivo anónimo ha publicado tres libros que han sacudido a la izquierda radical europea con su su análisis poético de la crisis civilizatoria del Occidente y su anhelo por una revuelta total en contra del cualquier forma de subordinación y autoridad. Sobre todo su primer libro “La insurreción que viene” se puede leer en retrospectiva como una predicción de todas las rebeliones que conmocionarían al mundo a partir del final de la primera década del siglo XXI.
Grecia, España, Chile, Egipto, Túnez, Estados Unidos. En todas partes nacieron levantamientos no coordinados, sin dirigentes visibles, liderados por nada más que la rabia generalizada sobre la prepotencia de los gobernantes y las injusticias cotidianas del capitalismo salvaje. Algunos de estos movimientos derrocaron gobiernos, antes de ser sofocados por la represión de las fuerzas reaccionarias o la institucionalización por una nueva izquierda partidista que usó la ira del pueblo para ganar elecciones y luego traicionar las causas del movimiento.
En su segundo libro del 2015, llamado “A nuestros amigos”, el Comité hizo el resumen de las revueltas de los años anteriores. “Las insurrecciones han venido, mas no con esto la revolución,“ escribieron con una mezcla de entusiasmo, rabia y frustración. Dos años más tarde, el Comité se acercó más a la situación francesa en su tercer libro, “Ahora”. En éste último hicieron un análisis de las luchas en contra de la nueva ley de trabajo que estaba implementando el gobierno del presidente socialista François Hollande. “Todas las razones para hacer una revolución están ahí. No falta ninguna,” escribió el Comité. “Todas las razones están reunidas, pero no son las razones las que hacen las revoluciones; son los cuerpos y los cuerpos están delante de las pantallas.”
Parece que la gente de Francia se separó de sus pantallas. No sin antes coordinarse en las redes sociales para juntarse con chalecos amarillos en las calles de su país y desafiar a un gobierno que ha mostrado su desprecio por las clases populares. No es que todas esas personas hayan leído el Comité Invisible y se hayan dejado convencer por palabras poéticas de unos militantes del black block de que la rebelión es necesaria. Seguramente, nada más una minoría radical conoce a los libros del colectivo misterioso.
El Comité ha leído con atención la situación actual, a la “época” como dicen los autores anónimos, y ha analizado sentimientos y temperamentos de la gente que no sale en los canales de televisión, que trabaja y vive en las periferias de Europa, que no escribe artículos de opinión en los periódicos y que tiene que luchar diariamente para llevar comida a sus mesas. Allá, entre esta gente, la rabia se había acumulada desde mucho. Era una pregunta de tiempo cuando llegaría la explosión.
Ahora que llegó no hay ninguna duda de que Francia vive un momento histórico. Es una oportunidad para enfrentar el sistema capitalista que siembra la miseria por todas partes. Pero esta oportunidad también trae en sí la posibilidad de la derrota aplastante, que sofoca cualquier esperanza que ha surgido en las últimas semanas. Existen adversarios fuertes: el gobierno neoliberal con sus fuerzas de seguridad y los movimientos fascistas que intentan apropiarse de la rabia de la gente y dirigirla en contra de las minorías en vez de en contra de los poderosos. También los liberales que superficialmente se solidarizan con el movimiento, pero que realmente quieren institucionalizarlo y de esa manera robarle su fuerza antisistémica.
Ha llegado un movimiento decisivo. El joven escritor francés Édouard Louis resumió la urgencia de la situación en un artículo publicado la semana pasada: “Pero tenemos que ganar. Somos muchos. Sabemos que la izquierda y con ella toda la gente que está sufriendo, no puede aguantar otra derrota.”