Javier Valdez/RíoDoce
Se subió al taxi en el aeropuerto y le dijo al conductor, agarra pa´ la Hidalgo. ¿Colonia o calle?, preguntó el del volante. Colonia. Quiero que tomes todo el malecón viejo, derechito, derechito, y ya en Las Quintas subes por la Revolución. Por ahí te digo dónde me dejas. Como guste, respondió el otro mirándolo por el retrovisor.
El cliente traía una maleta pequeña. Casi a escondidas, agachado, tratando de cubrirse bajo su espalda encorvada, la abrió. Sacó billetes: algunos sueltos, amarrados torpemente, otros con una tira de papel que indicaba el monto. Parecía contar, separar. Contar y separar. Dos, tres veces: un avaro cerciorándose de su inamovible tesoro.
El taxista lo miró de reojo y entre parpadeos. Intentó disimular pero no pudo. Supo al instante que ese hombre traía mucho dinero y que por el color de los billetes no eran pesos. Trató de sacar plática. Caer bien y parecer simpático puede significar buenas propinas. Mucho trabajo, le soltó. Mucho y también muchas broncas. Pero aquí hay, mire. Hay pa resolverlas. Pues qué bueno. Lo malo sería que no tuvieran solución, oiga.
Se fueron conversando sobre el clima, los retenes del ejército y hasta el precio de la gasolina. Ta´ muy caro todo, oiga. Uno apenas saca para la papa y la escuela. Los morros crecen. Tengo tres y van a la escuela y es una chinga juntar para mantenerlos. Entiendo, le respondió: yo pasé por ahí y sé muy bien de lo que me está hablando. Uno por los hijos da todo.
La plática fue suspendida abruptamente cuando un vehículo los rebasó y con la misma violencia les cerró el pasó. ¡Ay cabrón!, gritó el taxista. Bajó un joven con un arma corta y empezó a disparar contra el pasajero. El conductor quiso bajarse pero no encontró la manivela ni superó la temblorina. El otro gritaba y se escabullía entre los respaldos, queriendo meterse bajo los asientos. Fueron unas diez detonaciones. El cristal frontal quedó perforado, también la lámina del lado del copiloto y la ventana de esa parte había desaparecido.
Vidrios en el piso del carro. Billetes con sangre. Un cuerpo, el del pasajero, inerte, tirado en la parte trasera. El joven dio dos pasos hacia el frente. El taxista quiso salirse y al fin sus manos, que volverían loco al sismológico, encontraron la palanca y jalaron. Saltó y corrió hasta refugiarse entre los carros.
El pistolero se asomó. Lo vio tirado. Volteó hacia los que lo miraban desde el otro automóvil e hizo una seña. Pareció asentir. Regresó rápido, se subió y se fueron. El conductor, todavía medio atarantado, regresó al carro y se espantó cuando aquel empezó a moverse. Y a gritar: ¡Hijos de la chingada! Quisieron matarme pero se la pelaron. Ah, pero ya sé quién fue. Compa, agarre pa la costera.
Columna publicada el 21 de octubre de 2018 en la edición 821 del semanario Ríodoce.