En tres días exhuman siete osamentas en Higueras de Zaragoza
por: Luis Fernando Nájera/Los Mochis en 14 agosto, 2018
La Chlifleta, una zona en reconstrucción para la modernización de riego por la Comisión Nacional del Agua (CNA) y desazolve del río Fuerte, en los límites de la sindicatura Higuera de Zaragoza con el Golfo de California, ganó interés público cuando el colectivo Rastreadoras por la Paz localizó un nuevo panteón clandestino con tres tumbas masivas.
En 48 horas, ellas localizaron siete osamentas sin ayuda de ninguna autoridad policial, y sin que nadie las socorriese ni ayudara. Todo lo hicieron con sus uñas, riñones y dinero.
El sitio preferido por los sepultureros está oculto a la vista de curiosos. Se ubica a 60 kilómetros hacia el poniente de la ciudad. Para llegar se debe de transitar la serpenteante carretera Los Mochis-Las Grullas Margen Derecha, virar en donde un álamo frondoso y vetusto hace sombra sobre un puente de concreto que abre paso a un establo improvisado.
Circular por el bordo derecho del canal Zaragoza, y tomar una brecha entre dos parcelas recientemente cosechadas de maíz blanco, que como cordón umbilical une a una alameda rodeada de cardos y carrizos. Es un sitio en donde el aire chifla, como lamento de ultratumba, pero en donde también se escucha el ronroneo de una draga. Si se aguza el oído se pueden escuchar voces lejanas que el viento arrastra hasta allí. El lugar es apacible, tranquilo, pero en sus entrañas, bajo metros de tierra, los restos humanos de desconocidos están ocultos.
A menos de 10 kilómetros del mismo lugar, en la sindicatura de Ahome, está la alameda en donde comenzó la historia de las Rastreadoras, mujeres comunes y corrientes ignoradas por el gobierno del aliancista Mario López Valdez en su reclamo de búsqueda de sus hijos desaparecidos por los policías ,a los que el político mandató “tranquilizar la ciudad”, tras que esta fue ensangrentada por una lucha encarnizada entre las facciones de los cárteles de Sinaloa y de los hermanos Beltrán Leyva.
Guiadas por el anonimato, versiones vagas y contradictoras y siguiendo corazonadas, cinco mujeres y dos varones llegaron hasta la alameda, este martes. Llevaban cuatro palas, dos machetes y un par de picas de acero construidas como una herramienta para enterrarla en la tierra a manera de estetoscopio y oler lo que deliberadamente se ocultó.
Apeándose de la troca, se distribuyeron en la alameda. Comenzaron a rastrearla con sus propios pies, arañando la hojarasca reseca con sus dedos, orando a Dios para que las guíe. Una y otra vez agujerearon la tierra, y nada encontraban. Una y otra vez hundieron la pica, y ningún hedor se revelaba. Transcurrieron horas, en las que el sudor empapó sus vestimentas y convirtió en lodo el polvo fino que levantaban con su trajinar.
Por desalentarse estaban a punto, cuando la pica hizo un ruido sordo a casi un metro y medio de profundidad. Tac, tac. La piel se enchinó, y el silencio reinó. La hundieron de nuevo, pero a unos pasos de distancia del piquete revelador. Tac, tac, y un aroma nauseabundo emanó del agujero. El acero sudó fluidos. Y ellas se lanzaron a la excavación. Paladas y más paladas de tierra sustrajeron, cuando poco a poco se fue revelando un cráneo blanquecino con un hueco de bala.
Mientras reportaban el hallazgo a los cómodos funcionarios de la Vicefiscalía de Justicia en la Zona Norte encargados de dar con el paradero de las personas desaparecidas, ellas continuaron en su rastreo. Luego dieron con otra tumba clandestina, y más tarde otra más.
En su búsqueda desenterraron una pala, esposas metálicas iguales a las que usan los policías como equipamiento, ropas ya podridas por la humedad y credenciales de Víctor Alejandro Apodaca Rivera, un trabajador desaparecido 34 meses atrás, justo cuando la policía municipal de Ahome se ganaba a pulso el mote de “Los Desalmados”. Ese día, la madre de Víctor Alejandro no acudió a la búsqueda, como tantas veces lo hizo esperanzada en encontrarlo.
La búsqueda continuó por dos días más. Tras 72 horas de rastreo, se exhumaron siete osamentas.
Cecilia Patricia Flores Armenta se descolgó desde Sonora para sumarse a las excavaciones con la esperanza de encontrar a su hijo, Alejandro Guadalupe Islas Flores, que cinco años atrás fue privado de la libertad por desconocidos que habían sembrado el terror en Juan José Ríos, en donde él trabajaba.
Un sujeto que acompañaba a su hijo le contó que los trasladaron a alguna parte del río Fuerte, en donde Alejandro fue asesinado y enterrado. Por eso ella estaba en la alameda macabra.
Claudia Rosas Pacheco, fundadora del colectivo, agradeció al grupo por el esfuerzo de excavar para exhumar los cuerpos y entregarlos para que sean velados y sepultados por los deudos. Se rehusó a dar estadísticas. “No son números, no son tesoros, no son dinero. Son nuestras lágrimas, nuestro dolor, nuestro corazón, son nuestros hijos”.
Artículo publicado el 12 de agosto de 2018 en el edición 811 del semanario Ríodoce.