Los pobres, los más afectados por el cambio climático

KAKUMA, Kenia. Estas planicies estériles, de arena y piedra siempre han conocido los tiempos de austeridad: cuando los ríos se secan y las vacas mueren día tras día, hasta que los huesos quedan desperdigados debajo de las acacias. Sin embargo, después de la austeridad siempre vienen tiempos de normalidad, cuando llueve suficiente como para recuperar los rebaños, pagar las deudas, dar leche a los niños y comer carne algunas veces por semana.

No obstante, son tiempos de cambio. Según las mediciones, el norte de Kenia —como sus vecinos áridos del Cuerno de África— se ha vuelto más seco y más caliente, y los científicos están encontrando las huellas del calentamiento global. De acuerdo con un estudio reciente, la región se secó más rápido durante el siglo XX que en cualquier momento de los últimos dos mil años. En las últimas dos décadas, cuatro sequías severas azotaron la zona, una secuencia veloz que ha puesto a millones de las personas más pobres del mundo al borde de la supervivencia.

Con esta nueva normalidad, un pueblo que ha sido acosado durante mucho tiempo por la pobreza y los conflictos ahora se encuentra en la primera línea de batalla de una nueva crisis: el cambio climático. Más de 650.000 niños menores de 5 años que habitan los vastos territorios de Kenia, Somalia y Etiopía sufren desnutrición grave. El riesgo de padecer hambruna persigue a la gente de las tres naciones y al menos doce millones de personas dependen de la ayuda alimentaria, según las Naciones Unidas.

Una abuela llamada Mariao Tede es una de estas personas. Hace poco tiempo, con sabor de hollín y arena en el aire, Tede vigilaba temprano por la mañana una pila de brasas oscuras que estaba convirtiendo en carbón en las orillas de un riachuelo seco. Tede, una mujer delgada y correosa que no lleva el registro de su edad, aseguró que alguna vez tuvo doscientas cabras, cantidad que le bastaba para vender las crías en el mercado y comprar harina de maíz para su familia. La crianza de ganado suele ser la principal fuente de ingresos en la región, porque el terreno no es favorable para cultivar alimentos.

En la sequía de 2011, muchas de las cabras de Tede murieron; en la de 2017, muchas más lo hicieron. ¿Cuántas le quedaron? Levantó los cinco dedos de la mano. No es un número suficiente para poder venderlas. No bastan para comerlas. Y ahora, durante la temporada de sequía, ni siquiera alcanzan para obtener leche. “Solo cuando llueve me dan una o dos tazas, para los niños”, comentó.

La sequía más reciente ha provocado que algunos pastores se roben el ganado de las comunidades rivales o se metan a escondidas en las reservas naturales para que sus rebaños hambrientos pasten. El agua es tan escasa en este enorme condado —conocido como Turkana, en el noroeste de Kenia— que recolectarla, un trabajo que le corresponde a las mujeres, significa tener que recorrer a pie una distancia promedio de once kilómetros por día.

En la actualidad, Tede junta madera para hacer carbón, un proceso que está eliminando los pocos árboles de esta tierra, así que, cuando llegue la lluvia, si es que llega, el agua no se filtrará a la tierra. Al lado de la carretera, se observan los que alguna vez fueron costales de ayuda alimentaria, ahora llenos de carbón, a la espera de clientes.

Más adelante en ese mismo camino, en un poblado que cuenta con la fortuna de tener una bomba de agua, un pastor de nombre Mohammed Loshani narró su cuenta de pérdidas. De las 150 cabras que tenía hace poco menos de un año, le quedaban 30. Durante la sequía de 2017, murieron diez en un mes y otra decena más el siguiente.

“Si llegan las lluvias, puedo hacer que mi rebaño vuelva a crecer”, explicó. “Si no, morirán incluso las pocas que tengo”. Loshani no sabía de nadie que hubiera logrado que su rebaño recuperara el nivel que tenía antes de la sequía de 2011.

“Si continúan estas sequías”, comentó Loshani, “no podremos hacer nada. Tendremos que pensar en encontrar otros trabajos”.

Lluvias escasas y ‘se acabó’

Cuando Gideon Galu, un meteorólogo keniano que trabaja en la organización Red de Sistemas de Alerta Temprana contra la Hambruna (FewsNet), observa treinta años de información climática, no ve el fin para los pastores y los agricultores de su país. Galu percibe la necesidad de adaptarse a esta nueva normalidad de una manera radical y urgente: cultivar forraje para la época de austeridad, construir presas para almacenar el agua, cambiar a cultivos que se den bien en la tierra keniana y no solo maíz, el alimento básico.

Las lluvias de por sí ya son erráticas. En la actualidad, según Galu, el clima se vuelve considerablemente más seco y caluroso cada vez. Los pronósticos de las próximas lluvias no son buenos. “Esta gente vive al extremo”, comentó. “Si se da cualquier tipo de cambio en las lluvias escasas, se acabó”.

Su colega de FewsNet, Chris Funk, un climatólogo de la Universidad de California, campus Santa Bárbara, ha relacionado la sequía reciente con el calentamiento prolongado del océano Pacífico occidental, así como con las altas temperaturas en tierra en el este de África: los dos fenómenos son producto del cambio climático que ha inducido el hombre. El calentamiento global, concluyó, parece producir más disrupciones climáticas graves conocidas como El Niño y La Niña, lo cual provoca “largas sequías e inseguridad alimentaria”.

Jessica Tierney, una paleoclimatóloga de la Universidad de Arizona, tomó en cuenta el aspecto histórico. Después de analizar sedimentos marinos, Tierney y sus colegas concluyeron que la región se está secando más rápido ahora que en cualquier otro periodo de los últimos dos milenios y que esta tendencia puede estar ligada con la actividad humana. Según Tierney, esta sequía veloz en el Cuerno de África está “en sincronía con el creciente calentamiento tanto global como regional”.

James Oduor, el director de la Autoridad Nacional de Administración de Sequías de Kenia, es el responsable de concebir una solución para la nueva realidad. “En el futuro, esperamos que sea normal: una sequía cada cinco años”, explicó.

Oduor tiene un mapa de su país codificado por colores del tamaño de una postal para explicar la escala del desafío: el naranja oscuro corresponde a las zonas áridas; el naranja claro, a las zonas semiáridas, y el blanco, al resto.

Oduor mencionó que más de tres cuartas partes del territorio son naranja oscuro o claro, es decir, tienen problemas de agua en las mejores épocas y durante las sequías, de manera amenazante. “El cambio climático y las sequías afectan la mayor parte de mi país”, comentó. “Son frecuentes, duran mucho tiempo y afectan una gran área”.

La situación de Etiopía es aún más grave. FewsNet, la cual recibe financiamiento del gobierno de Estados Unidos, ha advertido que continuará la “emergencia de seguridad alimentaria” en el sureste del país, donde no han llegado las lluvias en los últimos tres años consecutivos y el conflicto político ha desplazado a un estimado de 200.000 personas.

En Somalia, después de décadas de guerras y desplazamientos, 2,7 millones de personas enfrentan lo que las Naciones Unidas llaman “inseguridad alimentaria grave”. Durante la sequía de 2017, la ayuda internacional evitó una crisis de hambruna. En la sequía anterior, la de 2011, cerca de 260.000 somalíes murieron de hambre, la mitad de los cuales eran niños, informaron las Naciones Unidas.

‘Cinco muertas, después diez’

El mes pasado, viajé por Turkana y el condado vecino de Isiolo, al norte de Kenia. Fuera de la autopista principal, los caminos arenosos me llevaron por planicies arenosas. De pronto, apareció un grupo de chozas redondas con techos de ramas. El polvo volaba por los aires.

Los pastores han caminado estas tierras durante siglos. Los más viejos recuerdan las sequías del pasado. Los animales morían, la gente moría. Pero luego llegaban las lluvias y, después de cuatro o cinco años de lluvias normales, la gente que vivía aquí podía reponer sus rebaños. Ahora, las sequías son tan frecuentes que es prácticamente imposible recuperar los rebaños.

“Te despiertas una mañana y hay cinco muertas, después diez”, comentó David Letmaya, en una clínica del condado de Isiolo, adonde llegó a recoger sacos de soya y harina de maíz.

Actualmente, los pastores como Letmaya deambulan cada vez más lejos: en ocasiones pelean con rivales de Turkana por las pasturas y el agua; otras veces se arriesgan a enfrentarse con algún elefante o león del parque nacional que tienen al lado.

Casi todas las noches, los guardias del parque escuchan disparos. Los pastores asaltan el ganado de los otros para reponer el suyo.

En el centro de salud de Isiolo, todos llevan una cuenta precisa de sus pérdidas. Una mujer aseguró que el año pasado había perdido sus tres vacas y le quedaban solo tres cabras. Otra mujer señaló que su marido fue asesinado hace varios años en una pelea por las pasturas con los pastores de Turkana y después, el año pasado, murió su última vaca. Una tercera mujer comentó que había perdido veinte de sus treinta cabras durante la sequía pasada.

Fue una tarde de un calor abrasador, sin un respiro a la vista. Una por una, y arrastrando cajas de soya y harina de maíz con el sello del Programa Mundial de Alimentos, las mujeres cruzaron a pie planicies secas y lechos de ríos secos para regresar a sus casas, descansando de vez en cuando debajo de acacias llenas de nidos que las aves han hecho con matorrales secos.

Publicado originalmente en New York Times

objetivo7

Medio independiente de Aguascalientes.

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