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Hecho en las armas y en los sombras, murió entre el fuego a la media noche

La vida de Luis Alfonso Murillo Acosta, el Güero Ranas, podría resumirse en dos palabras: rápida y furiosa. A sus 29 años vivía entre las armas, el fuego, y una paranoia que apenas lo dejaba dormir; corriendo el carril de máxima velocidad, siempre estuvo consciente que en cualquier instante podía acabarse todo.

Esa realidad lo alcanzó la madrugada del martes 27 de febrero pasado, cuando un comando castrense coordinado por elementos de la Procuraduría General de la República (PGR), lo ubicó en una calle polvorienta de la colonia Loma de Rodriguera, donde lo cazaron.

El ataque para acabarlo fue sorpresivo y certero. De pronto varias unidades de civiles le habrían salido al paso a la Tahoe color blanco, que conducía Murillo Acosta, y fue entonces que varios soldados les empezaron a tirar.

El Güero, que nunca permitía que su gente condujera su camioneta, maniobró hacia el norte de la calle Álvaro Obregón, de ese mismo sector, cuando otros dos vehículos de soldados le salieron al paso, obligándolo a tomar hacia el este de la calle Séptima; pero era inevitable, los soldados seguían disparándole, y como un último recurso viró la Tahoe al norte de la calle Las Flores, donde terminó muerto. Más de 10 impactos le habían atravesado el pecho, y acabó estrellando su camioneta contra una pingüica.

“Aquello fue una ejecución, no iban a arrestarnos; iban a matarnos”, dijo uno de los pistoleros a los que este semanario tuvo acceso, y quien habría logrado escapar.

A petición de amigos y familiares de las víctimas que narraron el incidente, todo nombre y dirección confiada para la elaboración de la siguiente crónica, fue omitida.

La vida breve de un sicario

El Güero Ranas se había iniciado en las armas como pistolero desde los 20 años.
Gracias a su determinación y ausencia de miedo, en pocos años había escalado los peldaños suficientes para ser considerado por sus jefes, quienes lo asignaron como jefe de una célula con ocho pistoleros a su cargo; resguardaban el norte del municipio de Culiacán para los hijos de Joaquín Guzmán Loera, el Chapo.

Quienes lo conocían dicen que al Güero Ranas le gustaba la soledad y las plantas, y sus hombres debían esperarlo a que regresara de todo ensimismamiento en los que de pronto caía. No hablaba mucho, pero cuando podía bromeaba, y quienes interactuaron con él días antes de su muerte, recuerdan que bromeaba con la soltura de un adolescente.

“Dicen que cuando una persona se va a morir, mira cosas, como fantasmas y todo eso, pero no sé si él miraba algo, pero sí de pronto se quedaba callado. Y quién sabe qué tanto pensaba”, recuerda un familiar que frecuentaba platicar con él.

La pregunta al pariente de Murillo Acosta es inevitable:

—Le están achancando la muerte de los soldados que emboscaron hace un año y medio, ¿qué opinas?

—Pues él andaba en eso. Era gente del Chapo. Era su trabajo y era leal. Pero no sé hasta qué punto él participó en todo eso que le achacan.

El ataque a los militares ocurrió el 30 de septiembre de 2016 en la entrada norte de la ciudad, cuando un comando compuesto por varias células emboscó a un grupo de militares que custodiaban una ambulancia de la Cruz Roja que trasladaba a Julio César Ortiz, el Kevin, un pistolero que había sido detenido en la sierra de Badiraguato, luego de un enfrentamiento cerca de Bacacoragua.

El Kevin fue rescatado durante el ataque en el que murieron cinco soldados y 10 más resultaron heridos; semanas después apareció muerto en Navolato, con huellas de haber sido torturado.

Fuentes de la PGR filtraron información de que había sido el Güero Ranas junto a Francisco Zazueta Rosales el Chimal, quien coordinó el ataque a los soldados la madrugada de aquel 30 de septiembre.

La muerte llama a la puerta

La noche que lo mataron, el Güero Ranas estaba con Javier Jaciel Mendívil, el Primo, de 32 años, en un domicilio de Loma de Rodriguera. Entre bromas y esperas, escuchaban en sus radios los varios reportes de sus punteros, quienes puntuales les advertían sobre la presencia de elementos castrenses o de Marinos.

Lo que no consideraron los punteros en ese momento, era que tanto Marinos como soldados tenían meses moviéndose en carros particulares.

Por eso fue que nadie les advirtió con tiempo sobre la presencia de los soldados, y por eso fue que, justo al salir del domicilio donde esperaban y donde aparentemente ya los tenían ubicados, fueron embestidos por las camionetas de civiles, donde viajaban los soldados.

La agresión tomó por sorpresa a los pistoleros, y el Güero, que según afirman quienes lo conocían, era “extremadamente bueno para manejar”, enfiló rápido hacia el norte por la calle Álvaro Obregón, pero entonces dos camionetas de soldados, las llamadas Rápidas, les salieron al paso cortándoles el trayecto, propiciándose ahí un primer enfrentamiento.

Se cree que en ese encontronazo, de menos de 60 segundos, el Güero y el Primo habrían recibido la mitad de los disparos que terminaron por matarlos.

Herido de muerte, Murillo Acosta cortó por la calle Séptima a gran velocidad, mientras los soldados se lanzaban tras de ellos disparándoles con sus rifles M16 y M4, impactando de muerte al Güero y al Primo, considerado éste último como el segundo hombre más importante de la célula que comandaba el Güero.

La camioneta todavía dio vuelta sobre la calle Flores hasta estrellarse con un árbol de pingüica, donde los pistoleros sobrevivientes repelieron la agresión, pero entonces ya era inevitable; el Güero Ranas yacía herido de muerte en el asiento del conductor, y a su lado el Primo lo habría de seguir hasta la muerte pocos minutos después.

Peor que el infierno

Don Ernesto dormía en su casa plácidamente cuando varios disparos, como cañonazos, lo despertaron en medio de la noche.

Aterrado se tiró al suelo, y consciente que en cualquier momento podía acabársele la vida, se metió debajo de la cama junto con su mujer.

Su hija, en el cuarto contiguo, gritaba de pánico, pero don Ernesto, de 75 años, le decía que por nada del mundo se levantara.

“Esto era peor que el infierno”, dijo al día siguiente el hombre, quien sugiere que aunque la balacera duró casi 10 minutos, para él se sintió como una eternidad por la intensidad de los disparos, y el correr de los soldados que rodearon casas y manzanas en busca de los tres pistoleros que lograron escapar.

Según informes de las autoridades, el Güero Ranas y el Primo quedaron muertos en la camioneta, mientras tres presuntos pistoleros fueron arrestados, aunque presumen que al menos tres hombres más lograron escapar, y ese habría sido el motivo por el cual lo soldados no dejaban acercarse a nadie a la escena del crimen.

De acuerdo a familiares de las víctimas, Jaciel aún estaba con vida y si hubiera recibido ayuda médica habría salvado la vida, pero el hermetismo de los soldados evitó que recibiera atención médica, y por eso murió.

Mientras la balacera concluía, la casa de la mamá de Murillo Acosta fue asegurada por elementos castrenses, quienes habrían violado las entradas y entrado a la vivienda, aun cuando el Güero Ranas ni siquiera vivía ahí.

“También entraron a casa de su mujer, y tomaron cosas que encontraron, y consideramos que ese tipo de abusos no deben ocurrir, pero como son la autoridad, quién les dice algo”, observaron familiares.

Otra fuente cercana a los pistoleros que lograron escapar asegura que en el operativo había gente de la DEA, aunque esa información no fue confirmada; la DEA en Washington DC, recomendó contactar al Consulado de Estados Unidos en Ciudad de México, mientras que voceros del Consulado objetaron que ellos no podían dar información al respecto.

“Había gente de la DEA, porque me contó uno de los que se escaparon que durante el enfrentamiento, dos agentes estaban hablando en inglés; eso por una parte, por la otra: ¿Por qué no cuentan que durante la balacera cinco soldados quedaron muertos?”, dijo una fuente familiarizada con el caso, y quien dijo ser cercano a uno de los pistoleros.

Sobre esa posibilidad, Ríodoce cuestionó a los vecinos, sin embargo, todas las personas consultadas dijeron no haber visto ningún soldado muerto.

“Y qué íbamos a ver, si no nos dejaron asomarnos ni a la calle, todo lo tenían bien rodeado”, dijo un vecino consultado.

El temor de la comunidad se mantuvo a flor de piel, incluso días después del enfrentamiento, mientras que familiares del Güero Ranas y el Primo, acusaron que durante el funeral y durante el entierro, grupos armados de soldados hostigaron el dolor de la familia.

“Ya están muertos, ya qué más quieren. Y no está bien que vayan al panteón (los soldados) y nos rodeen, como si nos fueran a hacer algo”, lamentó uno de los familiares.

Artículo publicado el 4 de marzo de 2018 en la edición 788 del semanario Ríodoce.