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Río Doce

Bato:
¿En qué quedamos? ¿No acordamos que cuando nos volviéramos a encontrar sería para ir a comer con Gris —tu mujer—, y Fran, tu único hijo varón del que siempre te mostraste orgulloso?
Ya no se pudo.
 
 
La última vez que platicamos fue la mañana del domingo 7 de mayo, en el café Los Portales, en el centro de Culiacán. Ahí me dijiste que querías que viera a tu hijo, que no lo iba a reconocer. Te dije que había visto fotos en Facebook de la boda de Tania, tu hermosa hija mayor, de finales del año pasado. Y moviste la cabeza afirmando y sonriendo. Nos abrazamos. Llevaba en mano un ejemplar de los pocos que tenía y que llevé a Sinaloa para obsequiártelo, de mi último libro, Jinetes de Tlatelolco. Marcelino García Barragán y otros retratos del Ejército mexicano.

Te comenté que ese libro traía detrás poco más de un década de trabajo, que era producto de una larga investigación en los archivos de Gobernación, Cancillería y Ejército. Que un día me di cuenta que lo había dejado arrumbado cuando desde el 2006, en un taller de periodismo por los 30 años de la revista Proceso, presenté el primer adelanto. Y que con ese trabajo cerraba un ciclo sobre los archivos desclasificados. Me sonreíste, dijiste que qué bueno, que lo ibas a leer y que más adelante me comentarías de un proyecto que tenías en mente.

En esa última visita que hice a Culiacán te noté menos bromista y “carrilludo” conmigo, a como acostumbrabas. Me confesaste que la situación financiera de La Jornada, el periódico del que eras corresponsal en Sinaloa, te tenía preocupado. Que como muchos de nosotros, reporteros críticos con los poderes establecidos, independientes de intereses ajenos a nuestro trabajo, empezabas a sentir cómo la crisis en los medios se reflejaba en tus recursos. Te dije que no te desanimaras, que si bien era muy complicada la situación, había que redoblar esfuerzos, seguir haciendo lo que sabías hacer de manera maravillosa: reportear y escribir. Te pedí que le echaras ganas, que lo que necesitaras si yo podía ayudar, me lo hicieras saber.

Porque la gente tiene que saberlo bato: tu y yo nos conocimos un día al finalizar al sexenio de Vicente Fox, cuando yo andaba haciendo un reportaje en Culiacán y fui a conocer el modelo de trabajo editorial de Ríodoce, el semanario que fundaron tú y otros colegas encabezados por Ismael Bojórquez. Te dije que mi interés era porque en Hidalgo me habían invitado a abrir una revista, a iniciarla desde el origen, y que no tenía ni puta idea. Así que me acerqué contigo. No olvido tu franqueza y la manera tan directa con que me hablaste y aconsejaste.

Después te volví a encontrar en las calles de la capital sinaloense al iniciar el sexenio de la muerte, el de Felipe Calderón Hinojosa. Yo andaba reporteando en medio de las balas, los levantones y las sirenas de las ambulancias y patrullas que de pronto pasaban a toda velocidad por el boulevard Madero, a ratos por el Leyva Solano, casi siempre por el Malecón Viejo.

“Mira, te dije una vez, a éstos —refiriéndome a los que llamé los verdaderos dueños del poder narco—, creo que hay que verlos y analizarlos desde diferentes ángulos. En sus redes, en su vasto sistema de complicidades que dan pie a estructuras: la estructura de protección policiaca, la estructura de protección financiera, la estructura de protección política, y sus viejos vínculos con el poder militar. Te comenté que casi siempre vemos y cubrimos una parte. Y por lo mismo, había que cuidarse de ‘ellos’”.

Me contestaste que lo tenías presente, mucho muy presente.

Desde ese momento cada vez que iba a Culiacán —que por entonces se volvió algo muy frecuente, con lo que mi amor por Sinaloa se partió en dos pues el primer lugar a donde llegué como reportero fue a Mazatlán—, tocaba base contigo. A veces iba a la oficina de Ríodoce, otras ocasiones te veía en el café Bistro en el centro.

Todavía recuerdo cuando llegaste un día a la ciudad de México y me llamaste. Me habías tomado la palabra después de que platicamos en Culiacán cuando me regalaste tu primer libro, De azoteas y olvidos, el cual te dije que me encantó, que tenías que publicar más y que era hora de buscar una editorial en la capital del país. Hubo dos intentos infructuosos con gente que te conecté, pero el tercero que conseguiste por tu cuenta, aceptó. Y míralos ahora, les va rebien con tu obra.

Hubo un tiempo a partir del 2007 en que viajé de forma frecuente como enviado especial de la unidad de reportajes especiales de El Universal a todo el país, en especial a Culiacán. Recuerdo que los días viernes, después de que mandaba mis textos para la sección, y tu cerrabas edición en Ríodoce, por la noche armábamos unas tertulias que se volvieron legendarias en el lugar que era tu espacio natural, el ecosistema de la bohemia culichi, y al que contribuiste a darle ubicuidad en la geografía del extravío sinaloense: el Guayabo.

A la mesa se sumaron nuestros amigos moneros, con quienes colaboramos en la legendaria revista La Locha. Fue la publicación donde tú y yo escribimos de  temas que no tenían nada que ver con narco y esas cosas.

Bato, cómo nos reíamos, como echamos carrilla machín y cómo disfrutamos esos momentos. Neta, en mi vida nunca me he reído tanto como en esas platicas que se prolongaban en ocasiones en otros lados.

Una de las primeras ocasiones en que nos encontramos en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, te invité a caminar por los pasillos, mientras apuntaba hacia las cámaras de vigilancia. Te dije que llegaría el día en que esos aparatejos podrán hacer una lectura de los datos básicos con solo enfocar nuestra fisonomía y el iris de los ojos. Como si utilizaran la información que obtiene Hacienda cuando haces el trámite para darte de alta y poder cobrar con recibos de honorarios. Aun me acuerdo que te dije:

“Mira bato, ¿te imaginas cuando lean en esos datos que tú eres de Sinaloa y yo de Guerrero, y que andamos juntos de manera sospechosa por estos pasillos?’. Nos cagamos de la risa.

Todavía tengo presente el verano del 2014, cuando con Gris, tu mujer, tus hijos Tania y Fran, me tomaste la palabra y aceptaste la invitación para visitar la casa de mis padres en mi tierra natal, Taxco de Alarcón, Guerrero. Ese viaje fue inolvidable bato. Ahí están las fotos con los rostros sonrientes de todos nosotros, abrazados, con el fondo de la parroquia barroca de Santa Prisca.

Para ese entonces ya eras una celebridad. Todo mundo te entrevistaba, te buscaban colegas cuando iban a Culiacán para que les dieras un “norte” en el trabajo de campo. Te mostrabas como lo que eras y siempre fuiste: un ser  benigno, de luz, que recibías a todos en camaradería y hacías sentirlos pronto en confianza.
Bato, si supieras todas las muestras de indignación, de rabia, de tristeza y de coraje que ha generado tu abrupta partida. Como suele ocurrir, cuando uno ya no está, vienen los gestos de reconocimiento en la tierra natal. Como dijo Gris en tu velorio, ya no interesan porque en vida siempre te lo negaron. Aunque tuviste el respeto, admiración y cariño de colegas, instituciones y personalidades en diversas partes del país y del mundo, en Sinaloa no fue como te hubiera gustado que fuera.

Javier, el lunes 15 de mayo del 2017 comenzó oficialmente tu leyenda hermano. No te preocupes, mientras yo viva y Dios me dé licencia, seguiré luchando por tus ideales, por lo que buscaste y por lo que peleaste. La mejor manera de nunca olvidarte será velar por Fran, a quien me pedías lo aconsejara. Fuiste testigo que nos hicimos compas desde aquella vez que fuimos los tres junto con nuestro amigo David al estadio Olímpico de Ciudad Universitaria, a ver un partido de futbol de nuestros Pumas de la UNAM contra el odiado América.
Fran y tú fueron recibidos con las trompetas y tambores por el túnel donde solo pasan los miembros de una selecta cofradía universitaria. Así como gritamos ese día desde la grada, lo hago ahora con la rabia que me produce tu inesperada partida: ¡Chinguen a su madre, putos!