Río Doce.- Mazatlán no deja de sorprenderte. Un día la música se escucha hasta el amanecer, otros es de los atardeceres esplendorosos y hay días en que parece que no va a pasar nada, que es uno más del calendario rutinario, y dices “me voy de faro”, te habilitas con ropa deportiva y caminas rumbo al Paseo del Centenario.
La brisa fresca hace sus estragos y sientes que te ahoga los pulmones, la respiración, el paso. No desmayas sino redoblas el caminar. Allá al fondo, en la cúspide, se ve el objetivo, la mole de piedra y tierra. El faro te reta, y parece decirte con una sonrisa “a ver si puedes llegar hasta mí”.
Afirmas el paso entre las casas con la mejor vista del puerto, su mar, sus moles, su caserío, brisa. Allá un viejo insomne barriendo y escudriñando la entrada de su casa. Acá los ruidos de una cocina y el encendido de coche. Unos caminantes delante y otros regresan con la fatiga sonriente. Inevitablemente gratificante. Bajas y subes pendientes. Recoges la basura que han dejado unos enamorados por las prisas y la depositas en botes hambrientos. Sigues trotando entre yates, gente y mar.
La espuma marina baña con insistencia las piedras milenarias. Los cangrejos se esconden en el estrépito de las olas. Una lata de cerveza golpea una y otra vez el muro. Solo se destiñe la marca y de su contenido solo olvido.
Y llegas ya fatigado a las faldas del cerro y vuelves la vista hacia el infinito mar y la cúspide coronada de espigas metálicas. Sucumbes una y otra vez a las piedras que se te atraviesan en el camino. Los pies lo resienten. Levantas polvo y nuevamente ves gente que sube y baja del Cerro del Crestón. La gente chismorrea mientras camina, jala aire, rememora, planea. Que el marido no vino porque se fue de parranda o que la hija llego a las 3. Nada que no se sepa en la Perla del Pacífico.Nada que no volverá a suceder.
Sigues y vas rebasando por la izquierda. Te paras y agarras más aire. Sigues en la pendiente más transitada del puerto. Llegas al fin al techo de Mazatlán. Haces un guiño de satisfacción al imperturbable faro. Despliegas la vista a 180 grados. Ves grupos satisfechos buscando la mejor selfie, la mejor sonrisa y pose, lo que indica que lo importante es el retratado.
Todavía no reparas en la nata neblinosa que silenciosamente invade el puerto. Va una foto y es cuando te das cuenta que el manto gris se ha comido literalmente el puerto y la ha dejado sin espinas. Acaso Mazatlán no es un pez que se hizo piedra y tierra. Solo le sobrevive la parte alta del Paseo del Centenario. Unas gaviotas suspendidas que lo miran de lo alto y buscan infructuosamente su reposo.
Una luz fatigada parece querer irse a dormir en una de las construcciones. La niebla sigue su curso desapareciendo el hotel Freeman, la cúpula de la catedral, la ciudad, su gente. Ni la Isla de la Piedra parece sobrevivir a esa embestida silenciosa que recorre calles y callejones. Solo queda el aire limpio de la altura, el gris que viene de lejos, el manto que cae sobre todo y todos.
No es cualquier día, nunca antes en mis 40 años de Mazatlán había visto desaparecer el puerto, siempre para mí ha sido sol luminoso y tortuoso. Atardeceres alegres como un carro de Carnaval. Colorido como un mercado de frutas y flores tropicales. Sensual como sus mujeres que por las tardes se pasean cadenciosas por el Paseo de Olas Altas, mientras los señores beben sorbos de cerveza.
No es queja. Solo que Mazatlán nunca deja de sorprenderte, de jugar con el visitante, de ofrecer dimensiones que solo el mar del trópico puede ofrecer para beneplácito de la sensibilidad más exigente.
Me quedo con el poemar de Hugo Gutiérrez Vega:
De tu soberbia, mar, nada se pierde:
La guardo toda en un instante verde.
Cabe en mis ojos tu jactancia, presa,
Y tu ira en un puño de turquesa.
Relacionadas