Libertad de expresión
Ernesto Hernández Norzagaray/Río Doce
El periodismo sinaloense en las últimas décadas ha transitado por caminos de asesinatos, atentados, y actos de intimidación.
Manuel Burgueño y Humberto Millán son casos emblemáticos de quienes fueron asesinados en el ejercicio de su profesión, son mártires que dejó la intolerancia y peor, que están impunes.
Así, también el ataque a las instalaciones del semanario Ríodoce y el diario Noroeste Mazatlán con granada y ráfagas, estaban destinadas a intimidar para que estos medios modificaran su línea editorial y el manejo de la información.
Llevó igual al autoexilio o el silencio a algunos para salvar sus vidas y buscar un mejor lugar para desarrollar su oficio.
A otros se les ha intimidado buscando que desistan del periodismo crítico, incluso se ha llegado a crear medios de comunicación “alternativos” para hacer contrapeso desde la calumnia y la difamación.
Ahora, en el último año, estamos frente a las demandas civiles del dirigente del Partido Sinaloense (PAS) contra Teresa Guerra y Luis Enrique Ramírez, acusándolos por daño moral y por lo que exige una reparación económica.
Estamos mejorando cuando ya no se les mata, sin que esto signifique que haya desaparecido la obsesión por someter a este periodismo crítico, sino se expresa por otros medios para imponer una mordaza y limitar la libertad de expresión, un derecho por lo demás consagrado en la Constitución y las leyes reglamentarias, que no debe perderse, sino por el contrario garantizarse por encima del interés de los particulares y de los políticos.
Y deben ser los periodistas los que en primer lugar levanten la voz para defender ese derecho y proteger a sus compañeros de oficio, más allá de filias y fobias frecuentes en el gremio.
Lamentablemente muchas veces la identidad y los valores del medio de comunicación en el que se trabaja, o el miedo, impiden la solidaridad con los compañeros atacados.
La cultura del miedo y el terror de la violencia, del punto y raya, el de “es su bronca” o el más reciente de la vocera de la Asociación de Periodistas 7 de Junio que respondió burocráticamente ante la demanda de Luis Enrique Ramírez: “Es un problema entre particulares que debe decidir la asamblea”.
Las asociaciones de periodistas hoy parecen vivir ese letargo que solo despierta momentáneamente cada 7 de junio.
Entonces, se pronuncian discursos elocuentes y se recuerda a los ilustres y caídos en la brega, si es que sus dirigentes no hacen relaciones públicas con los hombres y mujeres del poder público.
Sin embargo, el asunto no es solo de periodistas, sino de las instituciones del Estado que deben salvaguardar derechos, garantizar la seguridad jurídica, como ocurrió afortunadamente en las sentencias judiciales que se han emitido para conservar un derecho mayor: el de la libertad de expresión.
Aun así, persistirá seguramente el objetivo de callar al periodista incómodo, sea por la vía de la intimidación o judicial, esperemos que no vayan al terreno de las balas, como bien lo señala el periodista Alejandro Sicairos.
Por eso, igual es un asunto de la sociedad, sus organizaciones y liderazgos que deberían pronunciarse porque haya un periodismo que cuestione, informe y eleve su voz contra las injusticias que a diario se cometen, vamos, que exhiban los atracos contra el interés público, que funja como contrapeso de la política.
Porque una sociedad sin este tipo de periodismo, estará destinada al fortalecimiento de los poderes facticos visibles e invisibles. Aquellos que no ven más alá de sus cotos de poder, sus negocios y cuentas bancarias.
Y en estos tiempos tan polarizados, es necesario un periodismo que documente, analice, proponga para mantener el tono del músculo social.
Ese que en estos días de lucha están en la calle protestando contra el llamado gasolinazo. Que no fuera más que aire, si no hubiera entrevistas, fotografías, análisis, grabaciones, radio, prensa escrita, internet.
Sólo por eso es que debemos defender a los periodistas hoy en capilla, porque con ello defendemos las instituciones públicas y a nosotros mismos.
Vamos a mostrar nuestra solidaridad con los que resisten ante los ataques. Los que están ahí en los juzgados, que viven en ellos el desasosiego que produce enfrentarse con un poderoso y que al final del día levantan la cabeza para continuar en la brega cotidiana.
En definitiva, pasar de los asesinatos, los atentados, las amenazas, el acallamiento a las demandas judiciales no representa un acto de civilidad, sino de sofisticación de la intolerancia, porque no termina de aceptarse la necesaria visibilidad de los actos de las personas públicas.
Así de sencillo.