Río Doce/Luis Espinoza.- Por pláticas, imagino que los camanteopos son lugares cavernosos o cuevas profundas insertadas en los acantilados, donde los pascolas se consagraban. Una especie de ombligo de la tierra. Pero no solo así como lugar desprovisto de espíritu, muerto, sino que se entiende habitado por una especie de creador para la aquiescencia al pascola, con todos los retos que implicaba. También tiene la denominación de lugar del encantamiento, en una versión más castellana.
Indagar en la etimología del camanteopo es no tener suerte, no encontrar nada que aporte luz al esclarecimiento de esta palabra o al origen de la misma. Se pueden tener muchas vicisitudes, incluso pensar que no existe, o en el peor de los casos negarla, como les ha pasado a los indios de este país, una cultura negada a pesar de que sus expresiones sean tan persistentes y trascendentes en la identidad de los pueblos.
Mario Gill en el libro La Conquista del Valle del Fuerte, cita a Fray Andrés Pérez de Ribas, quien escribe “…Era Sinaloa una selva de fieras y una cueva de los demonios, donde habitaban millares de hechiceros. Era un monte espeso de breñas, un eriazo donde no nacía planta que diese fruto, sino espinas y abrojos. Era peor que un Egipto, cubierto de tinieblas palpables…”. Evidentemente el pasmo del jesuita a su paso es incontrolable; más que un choque por las condiciones agrestes del territorio, se percibe un desafío espiritual que circunda lo que escribe. Además, ¿por qué compararlo con Egipto y no algo más asequible? ¿Acaso se refería con esto a la magia de los yoremes y prácticas distintas a los rituales católicos por demás conocidos? ¿O simplemente era una simple alusión a los pueblos asentados a las orillas de los ríos?
Esa aseveración evidencia el choque de dos culturas o civilizaciones, donde la europea golpea en el corazón de la cosmovisión de los nativos, quienes no tenían dios ni señores que influyeran de manera decisiva en su comportamiento. Sus prácticas religiosas de orden totémica están ejemplificadas en la danza del venado o, en su caso, en la alegoría a los animales de la región en el baile de los pascolas.
El camanteopo ofrece un acercamiento a través de las vivencias que lo sitúan en el pensamiento colectivo como un ente concreto que ofrece una versión y, posiblemente, habrá más. Cuentan, en una ocasión un vaquero se perdió en el rumbo de Papariqui, en las proximidades del río Fuerte; los cerros le escondieron el sol cuando sin percatarse buscaba la vereda que lo llevó hasta ahí. Daba vueltas y vueltas entre breñas y piedras blancas, más blancas de lo común, como si poseyeran luz propia. Ensimismado reaccionó cuando el viento le trajo el cantar de invisibles millares de pájaros, los sentía arremolinarse sobre su silueta, hasta creía verlos de todos los tamaños y variopintos. El instante de la desesperación y el deseo mismo lo alentaba a quedarse en la lóbrega tarde a contemplar los pajarillos de un cantar exuberante y piadoso, una utopía que se sentía en el lugar. Un ambiente de misericordia y guerra se complacía con su presencia y un telúrico regurgitar de música de instrumentos variados seducían e invitaban al enigma; eso lo volvió un hombre cobarde. Desde luego, experimentó sentimiento de miedo inconfesable que no se resiste en los pies, y sin importar llegar con la camisa desagarrada y que le preguntaran por el sombrero, prefirió irse y contarlo.
Las naciones indígenas tenían sus centros ceremoniales, que eran como las conocemos ahora, enramadas de varas, pero el lugar en que se realizaba el rito de iniciación era en los camanteopos, lo que factiblemente podría representar el inframundo, donde se supone que se encontraban con el otro o quien les daba la confirmación en la práctica terrenal. Ahora se cree que son cuevas donde habita el diablo, como una forma de infundir el miedo o el desprecio. Lo refieren como algo malo, pero en el fondo lo que se ataca es la cosmovisión india.
Se dice que no hubo pascola reconocido en el pueblo de Baca sin antes haber entrado al camanteopo. Vienen al caso Toribio Valenzuela y Juan Botas, últimas generaciones recordadas. Seguramente hubo muchos más. Sin embargo, se discurre en ellas porque ineludiblemente es el pasado de las fiestas religiosas, con el que se acercaron al ramadón para vivir momentos que desafortunadamente no sabemos si volverán. Pero todavía peor, es la gloria negada de esa posibilidad de expresión a tal magnitud.
Es paradójico narrar una práctica irrenunciable en el pasado de una nación para volver sus fiestas religiosas más floridas y provistas de magia, cuando en el presente se ha abandonado esa expresión, aunque a lo mejor se siga practicando lejos de las miradas ajenas. No todo muere o sucumbe al miedo ¿o sí?