Río Doce/Javier Valdez
El hombre se subió y le preguntó que si había sido muy duro para él. El taxista lo miró por el retrovisor y pensó que le preguntaba cómo iba su día, en esa mañana ya avanzada. El desconocido pujó. Miró de frente y luego a los lados, como para distraerse mientras el vehículo se retiraba del aeropuerto y la ciudad asomaba a lo lejos.
Cuántos eran. Preguntó de nuevo. Esta vez ni siquiera volteó a verlo. Cómo, no le entiendo. Que si cuántos cabrones eran. De qué habla, preguntó el taxista con amabilidad. Cuántos fueron los que te hicieron eso. Y apuntó, primero con la mirada y luego con el dedo, hacia las manos que tenía sujetando el volante. Específicamente la izquierda.
Siete, señor. Hijos de la chingada, completó el cliente. Luego le dijo que seguramente le habían bajado un buen de lana. Yo era empresario y no me metía con nadie y estaba al frente de una familia. Desde entonces todo se me vino abajo. Cuéntame, dijo. Su voz era dura y pajosa, como si se le dificultara abrir la boca para hablar o lo cansaran las palabras pronunciadas.
Tenía tres tortillerías y un abarrote. Logró adquirir sus bienes poco a poco, hasta que completó doce carros para el reparto de productos. Hasta a su padre, que tenía unos terrenos para heredárselos, le pegó: tuvo que venderlo todo, igual que él, para completar apenas dos millones y medio. Porque, hasta eso, esos cabrones pedían cinco. Claro que todo lo malbarataron. Lo que costaba cien lo vendieron en cincuenta y por el estilo.
Para probar que él seguía con vida, le mocharon un dedo. Y luego, como no lograban juntar la lana porque la venta tardaba y la gente no pagaba, le mocharon el otro. En cajitas de zapatos, de esos flexi, llegaron los dedos, en dos envíos, a mi casa.
Su esposa se espantó tanto que se desmayó. Sus tres hijos lloraron y lloraron. La histeria. Yo me creí muerto. Ya no me dolían los dedos ni las manos. Me estaba taladrando el corazón: el alma me la tenían perforada.
Al final lograron pagar esos dos millones y medio. Su esposa lo dejó porque se le acabó el negocio y el dinero, y sus hijos se quedaron. A los meses su padre murió: ya no tenía nada, así que me puse a hacerles mandados a los vecinos, a juntar botes en la calle e ir al mercado de abastos para recolectar tomate, manzanas, plátanos que caía de los carros repartidores o que tiraban los comerciantes. Las manchitas, piezas aguadas, deformes, eran para él una bendición. Así lograba tener para que sus hijos comieran.
Esos putos ya están muertos, se lo garantizo, le dijo el pasajero. Pronunció un aquí me bajo. Le extendió un papel en el que había escrito El quince y un número de teléfono. Si sabe de alguien que esté extorsionando, me avisa pa matarlo. Y le dio quinientos de propina.