Miguel Angel Vega/Río Doce/Tixtla, Guerrero.- Los padres de los estudiantes desaparecidos de la Normal de Ayotzinapa, parecen estar acorralados entre la muerte y la esperanza. Por un lado, la noticia de que los cuerpos encontrados en una de las primeras fosas no corresponden a los normalistas los envuelve en un acto de fe, pero por otro, las declaraciones del sacerdote Alejandro Solalinde, quien dice que los estudiantes fueron asesinados y algunos quemados en vida, parece enterrar vivos a los familiares de los jóvenes normalistas.
“Yo tengo fe que nuestros hijos estén con vida, porque si se los llevó vivos el Gobierno, vivos queremos que los regresen”, dijo la señora Martina García mientras espera en las canchas de la Normal de Ayotzinapa, una comunidad que está a menos de 500 metros del municipio de Tixtla, en la zona serrana de Guerrero.
De aspecto humilde, y por momentos traicionada por el llanto, la mujer de la Costa Chica de Guerrero, cree que su pobreza es el motivo por el cual su hijo no aparece.
“Estoy seguro que si uno de los hijos de esa gente (de gobierno), les hubieran quitado a uno de sus hijos, ya los tendrían con ellos porque son poderosos, pero como nosotros somos de bajos recursos, no les importa, pero aquí nos vamos a estar y no vamos a descansar hasta que los estudiantes regresen, y regresen bien”, dijo la mujer, madre de uno de los estudiantes desaparecidos.
A lado de ella, un familiar de otro de los estudiantes desaparecidos, espera junto con otros padres. Todos ellos sentados en las canchas de la escuela en espera de noticias de sus hijos que, según dicen, les de un poco de paz.
“Nos dijeron que los muchachos habían sido retenidos por las autoridades de Iguala, que porque andaban boteando, y luego que habían sido atacados a balazos y después que se los llevaron, y desde entonces ya no sabemos de ellos”, observó un tío de los estudiantes desparecidos, quien prefirió no proporcionar su nombre.
Cerca de ellos, puede verse un pequeño altar con veladoras y flores en el centro de una vieja cancha de basquetbol, mientras que en cada rincón de la escuela pueden leerse frases en contra del gobierno, lo mismo que murales de Ernesto Che Guevara, Carlos Marx y Lenin.
Pero más allá de los murales y frases socialistas, pueden también observarse cenotafios y pequeños altares de alumnos caídos, en donde se acusa una represión policiaca que tiene décadas ocurriendo en contra de alumnos de esa escuela.
Desde Lucio Cabañas Barrientos, quien estudió en esa misma Normal y fue muerto por el Ejército en 1975, hasta Gabriel Echeverría y Alexis Herrera, dos estudiantes ultimados a balazos el 12 de diciembre de 2011, mientras repartían panfletos en contra del Gobierno.
La subversión parece ser pan de cada día en esa comunidad, la cual es conformada únicamente por esa Normal de Ayotzinapa y los padres de familia ven normal que sus hijos difundan información sobre las carencias que ellos como alumnos, sufren.
“Ellos no están pidiendo nada que el Gobierno no esté obligado a darles, pero como el Gobierno los abandona, ellos no tienen de otra que ir a botear para poder salir y hacer sus prácticas profesionales”, dijo el mismo tío de uno de los estudiantes desaparecidos.
Uno de los maestros de la Normal de Ayotzinapa, Bardomiano Martínez Estudillo, explicó que cuando se enteraron que los muchachos habían sido balaceados por las autoridades, rápido se movilizaron a la escuela para informar a las familias.
“Los primeros dos días esto era un mar de lágrimas, porque los padres de familia estaban desesperados por saber qué había pasado con sus hijos, y porque entonces no se sabía mucho, sólo que los muchachos habían sido atacados a balazos por la policía y que aquello se había puesto muy feo”, precisó Martínez Estudillo.
Pero esos días se acabaron, y ahora los padres parecen solo esperar en medio de sus silencios. No hablan ni siquiera entre ellos. Tan sólo esperan.
Una de esas madres accede finalmente a hablar, y lo primero que hace es pedir una solicitud de apoyo para encontrar a su hijo, de 18 años, junto con el resto de los estudiantes.
“No podemos más. Necesitamos saber dónde están nuestros hijos. Porque están vivos nuestros hijos, y sólo queremos que nos los devuelvan”, dijo Paola Marcial, de Tecoanapa Guerrero.
Cerca de ella, la señora Aquilina Parra, abuela de tres muchachos desaparecidos, apenas si puede hablar, pero tiene la fuerza para pedirle al gobierno que le regrese a sus muchachos sanos y salvos”, entonces la señora ya no pudo continuar, la habían asaltado las lágrimas.
Al poco rato se acerca una persona para decirles que deben de prepararse para una marcha. Es la nueva rutina de los padres de familia. Esperar y prepararse para las marchas, que según ellos, empezarán a intensificarse en los próximos días: Chilpancingo, Acapulco, Iguala, Ciudad de México.
Entonces aclaran: “La lucha apenas inicia”.
El largo camino a Ayotzinapa
Desde que se llega a Chilpancingo, el puente más cercano para llegar a Tixtla y posteriormente a Ayotzinapa, se respira un ambiente de pobreza que ni la misma inseguridad que sus habitantes dicen que existe, puede maquillar.
La gente parece tener miedo. Miedo a los desconocidos, miedo al tráfico de carros viejos y camiones olvidados, miedo a los baches, incluso, miedo al viento.
“Este lugar es muy feo. Aquí no hay nada, solo inseguridad. Y la mejor prueba es lo que les pasó a los muchachos de la normal. Se está cayendo Guerrero”, dijo una vendedora de birria, quien tiene su puesto cerca del mercado.
A pocos metros de ahí, una larga hilera de taxis espera a sus clientes potenciales. Es el camino más rápido y preciso para llegar a Tixtla, la tierra donde nació Vicente Guerrero (por eso el nombre del estado), y de ahí a Ayotzinapa. Es un recorrido de poco más de veinte kilómetros que serpentea entre precipicios y barrancos hasta internarse en las primeras montañas de la sierra.
Luego de unos 20 minutos de recorrido, el taxista detiene el vehículo justo antes de entrar al pueblo. Señala con su mano derecha una larga escalera que baja al menos 150 metros entre una vegetación tan densa, que a la distancia esconde el pavimento de banqueta.
“Allá abajo está la Normal de Ayotzinapa”, dice el taxista, no sin antes advertir tener cuidado con las víboras. Entonces se va.
Efectivamente, conforme se avanza tierra abajo, y en medio de una soledad que sugiere desconfianza, se ven los primeros edificios de la Normal de Ayotzinapa, un edificio colonial en donde se aprecia una manta que exige justicia para los estudiantes desaparecidos.
Adentro, poco a poco se descubre la sensación de vida, pero también la sensación de muerte. Los padres de familia arrinconados bajo la sombra de árboles, mientras otros esperan noticias en la cancha de basquetbol.
Nada parece curarlos de esa zozobra, ni siquiera el cansancio de tantas entrevistas otorgadas a diferentes medios de comunicación que los han “atosigado”.
“Esto es todo lo que es. Ayotzinapa es sólo la Normal. Pero es una Normal en donde estudiaron Lucio Cabañas y Genaro Vázquez. Es una institución de donde han salido grandes luchadores sociales”, explica uno de los maestros.
En Iguala mientras tanto, la vida continúa como siempre: el tráfico, la gente, la escuela. Antiguo territorio del cártel de los hermanos Beltrán Leyva, Iguala arde por el calor que incluso en octubre hace sudar, aunque haya aire acondicionado.
El Palacio de Gobierno está tomado desde hace ya tres semanas, y los ocupantes, en lugar de hacer planes para irse, hacen planes para quedarse por tiempo indefinido.
Testimonios de ese septiembre negro
La mañana del viernes 26 de septiembre, al menos 90 estudiantes de la normal de Ayotzinapa, se reunieron en la explanada de la escuela para salir al municipio de Iguala por otros tres camiones que necesitaban para ir al desfile del 2 de octubre, en la Ciudad de México.
Edgar Yahir Ramírez, de 19 años, recuerda aquel día porque le emocionaba ir a la capital del país, pero también salir del encierro de la escuela, por lo que animado se subió a uno de los camiones, y se fue con el resto de sus compañeros a Iguala.
Cuando llegaron a ese municipio, los normalistas aprovecharon para botear. Hasta entonces, todo iba bien: habían juntado un poco de dinero, se habían divertido, habrían conseguido los dos camiones que necesitaban y, ya entrada la noche, decidieron regresarse a Ayotzinapa.
Pero algo pasó en el camino de regreso que, de repente, escucharon varios disparos en el camino.
Ilver Dirsio Duarte, de 18 años, y alumno del primer año de la carrera, escuchó aquellos disparos y nunca imaginó que fueran para ellos, así que continuaron como si nada hubiera pasado.
De repente, una patrulla de municipales les cerró el paso. Según el relato de Ilver, los estudiantes se asomaron por las ventanas del autobús y miraron que estaban rodeados de municipales que, con sus rifles de asalto, les apuntaban al interior del camión.
“En ese momento no sabíamos que estaba pasando, pensamos que era una equivocación”, recordó Ilver.
Los municipales pidieron que, quien fuera el líder de los normalistas, bajara. Pero como nadie bajó, los municipales dispararon sus armas al aire, lo que terminó de asustar a los estudiantes.
“Nosotros les gritamos (a los policías) que no bajaría nadie hasta que bajaran sus armas, pero ellos nos dijeron que si no bajábamos vendrían por nosotros”, agregó Ilver, quien iba en uno de los tres camiones que habrían sido detenidos por la calle Juan N. Álvarez, mientras que los otros dos camiones, en donde iban sus otros 43 compañeros, tomaran por otra ruta.
Ilver recuerda que, desde las ventanillas, algo se les comunicó a los policías que de pronto se dispersaron, lo cual ellos aprovecharon para bajarse del camión, mover la patrulla e irse de regreso a Ayotzinapa Edgar Yahir, quien iba en otro de los autobuses, recuerda como entonces los policías regresaron, y empezaron a disparar a los estudiantes.
“Cuando miramos que nos estaban disparando, nos tiramos al suelo porque pensamos que nos iban a matar. Pero a unos de nuestros compañeros le pegaron en la cabeza, y había caído al suelo todo ensangrentado”, narró Edgar Yahir.
Ilver recuerda esa escena como si la estuviera viviendo de nuevo: Se estaba convulsionando y tenía la cabeza llena de sangre. Nosotros empezamos a pedirles a los policías que no disparen porque estábamos desarmados, y que había estudiantes heridos.
La petición sin embargo, no fue escuchada. Los disparos continuaban. Otros dos estudiantes también habían sido heridos. Un compañero de Edgar Yahir, posiblemente el único que tenía saldo, llamó entonces a la Cruz Roja para informar que estaban siendo atacados por la policía, y que había estudiantes heridos.