Malayerba/Javier Valdez.
Se llevaba con un tío que escuchaba corridos del narco y todos se los aprendió. Escuchaba que hablaban de andar encuernados, con las pecheras, en las troconas del año a todo lo que da, disparando ráfagas plomizas, trozando y arremangando gente. En la cuatrimoto se sentía poderoso. Hacía piruetas y dejaba la marca de los arrancones en la tierra.
Se aprendió las claves con las que los malandrines, los jefes, los sicarios, salían de los retenes. Y las usó cuando los de la municipal lo atoraron en la cuatrimoto haciendo desmanes. Los polis lo sometieron a chingazos y esposado se lo llevaron a los separos de la corporación, de donde fue sacado por sus padres.
Era un morro de bien, ondeado por la propaganda grotesca de esas canciones en las que los protagonistas siempre eran valientes y guapos y altos y güeros y leales y entrones. Sus padres trabajaban y él estudiaba. Cuando salió de la secundaria agarró trabajos de fin de semana y luego encontró un empleo que no lo impidió dejar de estudiar.
Como dicen ustedes, andas bien piñado mijo. Fue el regaño de su madre. Le pidió que no dejara la escuela ni el trabajo, que esos morros alterados y enclicados no tenían mañana y que no querían aprender que en la vida había que estudiar y trabajar. Por eso van a terminar mal: en la cárcel o dentro de una caja de madera, en medio de un funeral. Sí amá, le contestaba él. Ta bien, amá.
Pero sus amigos tenían peso en sus lealtades. Andaba con ellos y supo lo que era arremangar jodidos. Trozaron a uno y a otro, pero luego fueron cayendo ellos también: uno a uno, despacio, por separado, por andar de desmadrosos, cajeteando los jales, llamando la atención de los policías y los militares.
En una ocasión los soldados los detuvieron. A todos se los llevaron porque traían bolsitas con coca. A él no le encontraron nada. Lo soltaron porque traía la credencial de la escuela y les dijo que también trabajaba. Sabe tu mamá en qué andas, morro. Le dieron una cachetada que le dejó la mejilla como tapadera de olla exprés y lo despacharon a su casa.
Un día salió a la escuela y en el camino se enteró que habían arremangado al último que quedaba de ese grupo de amigos. Cinco en total: habitantes del panteón, ausencias, nostalgia de la oscura vida criminal. Frenó un poco más y se clavó en los estudios y el trabajo. A solas, en un semiencierro, en su casa, puso los corridos de la narcada, la buchonada y eso de andar arremangando cabrones. Tarareó despacio, casi en secreto.
Hijo por qué ya no sales. Ve con tus amigos, a una fiesta. Diviértete, pero sanamente. No amá, ya no tengo amigos. Todos están muertos. Y se asomó a la calle vacía, damnificado de nostalgia y llovizna. Y se volvió a meter.