0 4 min 10 años

Mala Yerba/Javier Valdez

El capitán iba con su familia, luego de estar en varios cursos en Estados Unidos. Había decidido tomar unas vacaciones, así que iba en el vehículo particular. Los de la aduana lo miraron con recelo y hasta lo maltrataron. Adelante, luego de pasar la frontera, un comando ya lo esperaba: le habían puesto el dedo.

Lo sometieron rápidamente. Él pensó en sus hijos, su esposa. Luego en los papeles que esos sicarios revisaban con minuciosidad y que lo delataban como oficial del ejército. Nos va a llevar la chingada, pensó. Lo siento por los niños, mi mujer. Sabía de armas y sus riesgos, que su carrera lo colocaba ahí, en la mira de esos fusiles automáticos. Pero ellos. Ellos qué.

Lo vio todo como una película. Boca abajo, besando el asfalto. Oliendo la gasolina, las llantas. Derramando sus lágrimas por esa vida y tanta muerte. Aquellos gritaban, cortaban cartucho, le apuntaban a sus hijos. Revisaban y revisaban. Subieron a los carros, incluso al que él manejaba, y se fueron. Se llevaron documentos personales y ropa y todo, pero les habían perdonado la vida.

No sabía si agradecerles sonriente o ponerse a llorar por las calacas que vio en la película de su vida. Alguien se detuvo, se apiadó y les dio raite a la zona militar. Vestido de civil, fue al hotel y luego a la oficina del general. Junto a su familia hizo antesala: sin dinero ni comida ni papeles. Supo que lo grababan, que no le creían que era oficial y que había estado a merced de un comando de gatilleros.

Hicieron llamadas. Hablaron al consulado gringo, a las oficinas centrales de la milicia. Checaron en la aduana y con el mando superior. Todo coincidía. Ese hombre que espiaban, vestido de civil y sin un cinco en los bolsillos, era capitán y estaba diciendo la verdad. Entonces le permitieron que se quedara ahí porque en el hotel no era seguro. Hicieron fila en el comedor y los soldados se le quedaban viendo. Los morros, su esposa y él, con la charola para recibir la misma ración que todos. Cuchicheaban, hacían bromas que él no entendía y hasta lo miraban con dosis de desconfianza y miedo.

Se sentaron en una banca y dejaron sus platos en una larga mesa de madera. Hora del recreo, la comida, la chorcha y la carrilla. Los gritos subían y bajaban como un desordenado oleaje. No lo podían creer. El capitán y su familia habían salido vivos de un asalto, un ataque de los narcos. Esos no tienen miramientos, no se detienen con la familia. Una vez en manos de esos matones pocos pueden salir vivos.

Un soldado se acercó y le dijo burlón que cómo le había hecho. Respondió que no sabía, que lo importante era que sus hijos, esposa y él estaban vivos. Entonces se enteró: otro oficial había sido atacado ahí, por los mismos, y todos estaban muertos.